jueves, 9 de noviembre de 2017

La familia en Broadway


Conociendo la personalidad de William Saroyan, desinhibido, autoconfiado, de vida personal y familiar turbulenta, uno podría perfectamente pensar que escribió una novela como “Un día en el atardecer del mundo” (traducción de Stella Mastrangelo) en una semana. Su protagonista, Yep Muscat, que acude a Nueva York para intentar conseguir contratos, en cierta medida trasunto del autor californiano de ascendencia armenia, asegura que la escritura de cada una de sus obras de teatro no le lleva más que siete días. Y esta misma historia está escrita con ese nervio, esa agilidad del escritor que, consciente de su inmenso talento, nos cuenta algo que le surge de manera natural. Y es que «su método era la improvisación: componía directamente sobre la página mecanografiada, muy deprisa, en un estado de intensa concentración», dice el crítico Brian Darwent, y esa es la sensación que obtuvimos con las maravillosas obras que del autor ha ido publicando Acantilado.

Saroyan confesó escribir y vivir deprisa: siempre endeudado por culpa de su afición al juego y a la bebida, con un matrimonio fracasado, que le llevaría a escapar de forma patética a Europa, como confesó él mismo, con un hijo (Aram) que se vengaría de su padre en una contundente autobiografía en 1982. Saroyan no se detenía a corregir, y sin embargo, firmó cientos de páginas perfectas. Sucede en «La comedia humana» (1943), un conmovedor drama que refleja el ambiente de una sociedad aturdida por la ausencia de sus muchachos, de repente soldados a la fuerza. Lo cual se hará más intenso en la preciosa “Las aventuras de Wesley Jackson”, un encargo de la Army para que creara un panfleto sobre las bondades de ir al frente que convirtió en antibelicista. O en “Cosa de risa”, relato –prácticamente entero dialogado– de un matrimonio roto por una traición. O en «El joven audaz sobre el trapecio volante» (1934), su espléndido debut literario, tan poético y sensible y fraterno. O en “Me llamo Aram”, deliciosas piezas sobre la vida de su ciudad natal en cuya nota inicial advierte que en las siguientes páginas «nada extraordinario va a suceder».

En “Un día en el atardecer del mundo”, lo extraordinario es simple y a la vez brillante: Muscat llega Nueva York, se hospeda en el hotel de siempre, saluda a los viejos amigos, vuelve a relacionarse con sus hijos, los pequeños y espabilados Rosey y Van –“Ahora sé lo que se siente al ser padre”, acaba por experimentar–, y con su madre y exposa Laura, determinada a encontrar su sitio como actriz en Broadway. Nada más sucede salvo los encuentros con gente que le admiraba pero ahora desconfía de él, con el trasfondo de la final de béisbol de 1955, y también con amigos de verdad, entre largas noches y cenas y tragos. Entre todo ello surge esplendoroso y sutil Nueva York, sus locales y calles, gentes influyentes del mundo teatral, con el lastre de lo que el célebre antaño escritor le debe a Hacienda. Y como siempre en Saroyan, entre lo tangible y pragmático, triunfará la solidaridad, el amor, lo espiritual; al fin, lo creativo, el arte de dedicarse a la literatura tanto como el arte de vivir.


Publicado en La Razón, 26-X-2017