Conociendo la
personalidad de William Saroyan, desinhibido, autoconfiado, de vida personal y
familiar turbulenta, uno podría perfectamente pensar que escribió una novela
como “Un día en el atardecer del mundo” (traducción de Stella Mastrangelo) en
una semana. Su protagonista, Yep Muscat, que acude a Nueva York para intentar
conseguir contratos, en cierta medida trasunto del autor californiano de
ascendencia armenia, asegura que la escritura de cada una de sus obras de
teatro no le lleva más que siete días. Y esta misma historia está escrita con
ese nervio, esa agilidad del escritor que, consciente de su inmenso talento, nos
cuenta algo que le surge de manera natural. Y es que «su
método era la improvisación: componía directamente sobre la página
mecanografiada, muy deprisa, en un estado de intensa concentración», dice el
crítico Brian Darwent, y esa es la sensación que obtuvimos con las maravillosas
obras que del autor ha ido publicando Acantilado.
Saroyan
confesó escribir y vivir deprisa: siempre endeudado por culpa de su afición al
juego y a la bebida, con un matrimonio fracasado, que le llevaría a escapar de
forma patética a Europa, como confesó él mismo, con un hijo (Aram) que se
vengaría de su padre en una contundente autobiografía en 1982. Saroyan no se
detenía a corregir, y sin embargo, firmó cientos de páginas perfectas. Sucede
en «La
comedia humana» (1943), un conmovedor drama que refleja el ambiente de una
sociedad aturdida por la ausencia de sus muchachos, de repente soldados a la
fuerza. Lo cual se hará más intenso en la preciosa “Las
aventuras de Wesley Jackson”, un encargo de la Army para que creara un panfleto
sobre las bondades de ir al frente que convirtió en antibelicista. O en “Cosa
de risa”, relato –prácticamente entero dialogado– de un matrimonio roto por una
traición. O en «El joven audaz sobre el trapecio volante» (1934), su espléndido
debut literario, tan poético y sensible y fraterno. O en “Me llamo Aram”, deliciosas piezas sobre la vida de su ciudad
natal en cuya nota inicial advierte que en las siguientes páginas «nada
extraordinario va a suceder».
En “Un día en
el atardecer del mundo”, lo extraordinario es simple y a la vez brillante:
Muscat llega Nueva York, se hospeda en el hotel de siempre, saluda a los viejos
amigos, vuelve a relacionarse con sus hijos, los pequeños y espabilados Rosey y
Van –“Ahora sé lo que se siente al ser padre”, acaba por experimentar–, y con
su madre y exposa Laura, determinada a encontrar su sitio como actriz en
Broadway. Nada más sucede salvo los encuentros con gente que le admiraba pero
ahora desconfía de él, con el trasfondo de la final de béisbol de 1955, y
también con amigos de verdad, entre largas noches y cenas y tragos. Entre todo
ello surge esplendoroso y sutil Nueva York, sus locales y calles, gentes
influyentes del mundo teatral, con el lastre de lo que el célebre antaño
escritor le debe a Hacienda. Y como siempre en Saroyan, entre lo tangible y
pragmático, triunfará la solidaridad, el amor, lo espiritual; al fin, lo
creativo, el arte de dedicarse a la literatura tanto como el arte de vivir.
Publicado en La Razón, 26-X-2017