Glenn Gould, como hacía Pau Casals
al violonchelo, seguía la interpretación de la música a veces con ligeros
murmullos, como si en vez de un concierto o una sala de grabación estuviera en
la intimidad de su casa. La vida de este ser en apariencia
solitario y frágil, que hasta en verano iba vestido como si aún soplara el viento
invernal de Canadá, sigue siendo un imán poderoso, como demuestra la
publicación en los últimos dos años de “Glenn Gould. Una vida a contratiempo”,
novela gráfica de Sandrine Revel, y el libro “Glenn Gould. No, no soy en absoluto un excéntrico”, de Bruno Monsaingeon,
que contactó con el músico, conmovido por haberle
escuchado tocar las “Invenciones” de Bach.
La leyenda ha ido creciendo y nos ofrece la imagen ya estandarizada de un Gould excéntrico –que lleva siempre consigo guantes, o se descalza para tocar–, si bien, en 1956, él mismo confiaba en que tales rarezas no impidieran apreciar su arte interpretativo. Y a ello apela precisamente este gran trabajo de Carmelo Di Gennaro, “Glenn Gould. La imaginación al piano” (traducción de Amelia Pérez de Villar), que apareció por vez primera en 1999 y que nos conmina a abandonar a ese Gould llamativo y centrarnos en la coherencia de su filosofía musical. Un poco buscando la línea de los “Escritos críticos” que la
editorial Turner publicó en 1984, que era la principal publicación de Gould
como escritor: una recopilación de textos teóricos sobre Mozart, Beethoven y
Brahms, el arte de la fuga, las “Variaciones Goldberg” o el dodecafonismo, y
donde no faltaban curiosidades como la idea de prohibir el aplauso en los
conciertos o una genial autoentrevista.
Detestar a Mozart
Di Gennaro, también especialista en Verdi y con amplísima experiencia en la RAI como productor y director de programas de música, nos presenta a un Gould único, analítico, que estaría en los antípodas de los actuales protagonistas de la música clásica, «demasiado absorbidos por el llamado “star system” y [que] no se paran a reflexionar sobre su propia obra ni sobre el papel que desempeñan en el seno de una sociedad capitalista madura o poscapitalista». Surge así no el Gould que manifestaba la extrañeza de detestar
la música de Mozart, que a la mayoría puede parecer una forma de llamar la
atención de modo infantil, sino el que no soportaba que se supeditara la
melodía a la armonía o a otorgar a la mano izquierda una función de simple
apoyo.
Uno tras otro, se desvelará la
verdad de los detalles singulares que configuran la personalidad del pianista
de Toronto frente al teclado, como el porqué de su característica postura tan
encorvada hacia delante, “en el sentido de que la cercanía física a las teclas
tenía como finalidad ideal la anulación del mecanicismo ejecutivo para lograr
una unidad corporal entre el pianista y el instrumento”. Él mismo se definió
como un guardia de tráfico por su manera de gesticular mientras tocaba, lo que
no era otra cosa que el reflejo de la relación que tenía con la música, como le
escribió por carta a una admiradora, o mejor dicho, de la responsabilidad ante
ella. Algo que entroncaría con su retiro de los escenarios para consagrarse a
la grabación discográfica, decisión que en realidad obedecía a facilitar la
difusión, democratizadora, de la cultura.
Publicado en La Razón,
27-IX-2018