Azorín lo llamó en 1915 «poeta triste, desconocido, ignorado», y realmente Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla, 1836-Madrid, 1870), el escritor español más editado de la historia junto con Cervantes, aún sufre el mito romántico que lo presenta de modo frívolo, cuando no cursi. Y sin embargo, muy pocos pueden presumir de ver cómo versos suyos se han incorporado a nuestra cultura general a lo largo de las generaciones; el ejemplo más paradigmático es aquellos que decían: “Volverán las oscuras golondrinas / en tu balcón sus nidos a colgar / y otra vez con el ala a sus cristales / jugando llamarán” (rima LIII). Ahora, el poeta y crítico literario onubense Juan Carlos de Lara indaga en ese mítico balcón para demostrar, mediante «El balcón de las golondrinas. El hallazgo de la casa que fue escenario de las Rimas de Bécquer» (Alfar Ediciones), que aún sigue existiendo; según el estudioso, ese balcón, que se hallaba en el domicilio madrileño de Julia Espín, la mujer que inspiró la mayoría de las “Rimas” de Bécquer, formó parte de una casa muy importante para el ambiente intelectual del siglo XIX.
Sin embargo, hasta la fecha, semejante sitio no se había localizado de forma fehaciente, pese a diversos intentos por parte de algunos historiadores, los cuales acabaron pensando que la vivienda había sido derribada al construirse la Gran Vía de Madrid. Por el contrario, De Lara defiende en el libro que tal cosa no ocurrió, a partir de una amplia documentación inédita y de una serie de documentos fotográficos, y así, metiéndose en lo que no duda en calificar de “investigación casi detectivesca”, llevada a cabo durante los últimos siete años por bibliotecas, registros, archivos y hemerotecas, consigue su propósito: «la identificación definitiva en Madrid del lugar donde tuvo lugar el “trágico sainete” que acabó generando la mayor parte –y la mejor– de las “Rimas” amorosas de Bécquer y que, por tanto, da contexto y sentido a algunas de las páginas más luminosas de la poesía española».
Ciertamente, se trata de todo un enigma, sobre el cual muchos estudiosos han tenido opiniones diferentes, en primer lugar, en torno a la calle real en que vivía la familia Esplín, en la calle de la Justa, que sufrió sólo parcialmente determinadas obras posteriores alrededor de la Gran Vía, y que hoy limita con la calle Flor Alta y la calle de los Libreros, cuyo número 5 sería la misma casa en que “la familia Espín celebraba las veladas musicales y literarias que Bécquer frecuentó”, algo de lo que hay certeza mediante un certificado de antigüedad. Todo lo cual lleva también al autor a analizar los planes urbanísticos del Madrid de la época e incluso la evolución estética de los balcones, de los que habló nada menos que Mariano José de Larra en uno de sus artículos.
Es más, “si penetramos en el portal, se hace evidente que el paso de los años no ha podido alterar apenas el aspecto original del interior del edificio”, asegura De Lara, que incluso habla del interior de aquel segundo piso de la derecha, que aún conserva su antigua chimenea. El balcón, por otra parte, sería fuente de inspiración para la rima XVI, cuya primera de sus tres estrofas dice así: “Si al mecer las azules campanillas / de tu balcón, / crees que suspirando pasa el viento / murmurador, / sabe que, oculto entre las verdes hojas, / suspiro yo”. Y añade: “Y no debemos perder de vista que, entre los restantes balcones de la segunda planta de la casa, se encuentra también aquel cuyas persianas cierra el poeta al final de la rima XXVIII, y los que tendría con toda seguridad el salón de las veladas”; salón al que aludiría Bécquer de modo explícito en las rimas VII y XVIII.
Tales huellas, que el investigador extiende al patio interior de la construcción y a un célebre ciprés, nos llevan a redescubrir a G. A. Domínguez («Bécquer» lo tomó de unos antiguos familiares flamencos), que no fue el dandi típico del romanticismo, pese a que su muerte joven, tal vez por una enfermedad venérea, tras una existencia de salud delicada y muchas penurias. Fue, en realidad, un buen pintor (como su padre y su hermano, quien sería su principal compañía y apoyo), un poeta que renovó nuestra lírica mediante unas «Rimas» de éxito póstumo, así como un prosista magistral tanto en sus artículos periodísticos como en las narraciones que dio en llamar leyendas. Por la época, era frecuente leer en los diarios relatos fantásticos, pero sería Bécquer el que daría al género una fuerte dosis de tenebrismo poético, de ensoñación y misterio. Consciente de que lo espiritual también se hallaba en la materia inerte, escribirá estos cuentos –«El monte de las ánimas», «Rayo de luna», «El Miserere», «Los ojos verdes», «Ámese Pérez, el organista»...– llenos de casonas y cementerios abandonados, fundando así la prosa poética española.
Publicado en La Razón, 10-IV-2019