Siempre es reto de exigencia
extrema: escribir sobre uno de los artistas más interesantes de la historia,
del que hay infinita bibliografía y libros biográficos tan celebrados como el
del historiador británico Charles Nicholl, “Leonardo. El vuelo de la mente”,
que se dedicó a investigar ciertos manuscritos de Leonardo da Vinci hallados en
la Biblioteca Nacional de Madrid en 1965. Y es que estamos ante un artista que
también fue un escritor prolífico, como dan fe sus siete mil páginas
conservadas (parece que una cuarta parte de lo que redactó), si bien “no fue
admitido entre los humanistas, filólogos u hombres de letras, a pesar de su
amor por los libros. Los intelectuales estaban entonces ajenos al arte (que se
vinculaba a los artesanos), pero Leonardo pensó libremente y escribió, a veces,
en sus cuadernos, con aliento y estilo de escritor”, dijo Luis Antonio de
Villena en “Leonardo da Vinci (una biografía)”, que Planeta publicara en 1993.
Hace poco más de un año, Walter
Isaacson –autor, entre otros, de “Einstein, su vida y su universo”, primera
biografía del científico después de la apertura de todos sus archivos,
incluidas cartas hasta ahora inaccesibles– nos ofreció “Leonardo da Vinci. La
biografía” (Debate, 2018), que aspiró a ser “la” vida biografiada definitiva
del autor del “Hombre de Vitrubio”, ese dibujo de un hombre con los brazos
extendidos dentro de un círculo y un cuadrado cuya imagen es casi o igual de
famosa que “La última cena” o la “Mona Lisa”. Daba inicio a su libro
constatando que ese don de Leonardo en torno a sus múltiples inquietudes ya lo
tenía muy presente el propio artista de joven, que ya se veía hábil en labores
de ingeniería, con capacidad para proyectar y diseñar puentes, canales,
cañones, carros acorazados y edificios públicos. Se veía a sí mismo como un
artista que podía esculpir en mármol, bronce y yeso, y, por supuesto, pintar,
además de interesarse por la anatomía y la fisiología, la óptica y el sistema
vascular, el agua y la botánica, la geología y la astronomía, los artefactos
voladores y las armas, la cocina y la viticultura, la música y la arquitectura…
Con todo, incluso para sus
contemporáneos, Da Vinci fue alguien “enigmático, al igual que todavía lo es
para nosotros”. Y esta frase nos vale para el año 2019 como para cuando fue
escrita, de la mano de Sigmund Freud, hace un siglo, en “Leonardo da Vinci, un
recuerdo de infancia” (traducción de Paul Kuffer). Fue la única biografía que
escribió el creador del psicoanálisis y, como no podía ser de otra manera, el
pintor renacentista no tarda en aparecer en estas páginas desde el enfoque
sexual después de analizar su forma de trabajar pausada (cuatro años para su
retrato de la Mona Lisa y un sinfín de obras inacabadas); más en concreto, se
hace notar la evitación por parte del italiano de dibujos eróticos, siquiera
experimentales: “en el caso de Leonardo, al contrario, contamos con dibujos
anatómicos del interior de los genitales femeninos, de la posición del embrión
en el vientre materno, etcétera”.
El ansia de saber
Junto a ello, la fijación de
Freud para entender a su objeto de estudio desde la óptica homosexual se abre
paso, pese a afirmar que, aun habiendo estado rodeado de jóvenes y bellos
discípulos e incluso habiendo sido acusado de haber mantenido relaciones gays,
de las que fue absuelto, no se le puede atribuir demasiada actividad sexual. El
propósito, y en eso quiere distinguirse Freud de otros biógrafos, es
profundizar en la psique del autor de “La última cena”, hasta el punto de
presentárnoslo como alguien delicado pero interesado en las artes guerreras, o
como un hombre cuyos “afectos estaban domados y sometidos a la pulsión
investigadora”, lo que gobernaba su vida entera, haciéndole una especie de ser
neutral, que “no amaba ni odiaba, sino que se preguntaba de dónde provenía
aquello que debía amar u odiar, qué significaba”. Intelectualizaba así lo
circundante, pero no por falta de pasión: “Simplemente había convertido la
pasión en empuje de saber”, entregándose a la conquista del conocimiento,
momento en que dejaba “que estallara el afecto reprimido durante tanto tiempo”.
De modo que el análisis del
artista viene condicionado por esos conceptos –represión, fuerzas pulsionales…–
que lo convierte en alguien que está más allá del amor y del odio, insiste el
autor de “La interpretación de los sueños”. Incluso parte de sus estudios
psicoanalíticos sobre neuróticos para conjeturar que esa pulsión por el ansia
de saber pudo luego ser sustituida por parte de la vida sexual, y determinar
que Leonardo podría catalogarse en «una pulsión de investigar dominante con la
atrofia de su vida sexual, que se reduce a la “homosexualidad ideal”».
Freud se arriesga a esas elucubraciones,
reconociendo que sin tener información de la vida infantil de Da Vinci, pero ésta,
tan enigmática, es precisamente el meollo del estudio, como se refleja desde el
mismo título. Freud refiere un recuerdo de Leonardo con un buitre, más bien un sueño
fantástico que algo que sucediera en realidad, y eso le lleva a reflexionar
sobre el valor de tales recuerdos primigenios a la hora de entender el
desarrollo anímico del individuo. En este caso, no le cuesta encontrar un
asidero erótico –el buitre abría la boca del pintor y le golpeaba en ella con
la cola–, pero también una referencia culta, a partir de la veneración por esta
ave por parte de los antiguos egipcios; al fin, el lenguaje lo dice todo, y Freud
se las apaña para relacionarlo todo con la maternidad. Y esto a la vez con la
madre del artista; la madre, frente al padre ausente por ser hijo ilegítimo.
Publicado en La Razón, 1-VIII-2019