“El universo (que otros llaman la
Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías
hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas
bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores:
interminablemente.” Así empieza el cuento de Jorge Luis Borges “La biblioteca
de Babel”, en que llevó a la literatura su pasión lectora mediante un
lugar soñado que contendría todos los libros en todos los idiomas. Entre los
autores contemporáneos, nadie como el argentino ha conseguido crear de la
biblioteca todo un símbolo y un misterio, de tal forma que no extraña que uno
de los epígrafes de este asombroso trabajo de Edward Wilson-Lee, «Memorial de
los libros naufragados. Hernando Colón y la búsqueda de una biblioteca
universal» (traducción de María Dolores Ábalos)
pertenezca a ese extraordinario relato de 1941.
El inicio, ambientado
en la Sevilla de 1539, no puede resultar más curioso: vemos al hijo del
descubridor de América, que llevaba ya treinta años enterrado, Hernando Colón,
en su lecho de muerte, y a sus allegados leyendo su testamento. “El principal
heredero de su fortuna no era una persona, sino una maravillosa creación suya:
su biblioteca. Como era la primera vez –de la que se tenga memoria– que alguien
en Europa dejaba su riqueza terrenal a un conjunto de libros, el acto en sí
debió de ser un tanto desconcertante”, escribe Wilson-Lee, pero aún más raro es
que dicha biblioteca no estaba compuesta por el conjunto de libros que podría
esperarse de derecho, teología o filosofía, sino que la integraban obras de
autores desconocidos, folletos, baladas pensadas para ser pegadas en las
paredes de las tabernas, estampas o música impresa, todo lo cual podría
perfectamente ser tirado a la basura por parte de sus descendientes sin apuro
alguno.
Sin embargo, todo ese material tenía un sentido para Hernando Colón: «estas cosas no tenían precio porque lo acercaban a su objetivo de crear una biblioteca que lo abarcara todo, con el fin de convertirse en “universal” en un sentido nunca antes imaginado». Por si fuera poco, había diseñado unas estanterías inéditas para la época, un sistema enrevesado de vigilancia del lugar y hasta una guía para la biblioteca con símbolos jeroglíficos que acababan proponiendo diferentes recorridos por ella. Había arcones llenos de documentos, códigos en colores para diversas clasificaciones, catálogos de nombre llamativo, el que más, el llamado “Memorial de los libros naufragados”, e inventarios con cientos de listas de cosas enigmáticas.
La paloma del Nuevo Mundo
Por supuesto, entre la inabarcable biblioteca de Hernando, estaba la “Historia del almirante don Cristóbal Colón”, un documento fundamental para conocer la vida del marino y, de forma relevante, todo lo acontecido con respecto a su cuarto viaje americano, al ser testigo de ella su hijo. Este no había cumplido los dieciocho años cuando murió su padre, pero tuvo la ocasión de convivir con él en el mar y el Nuevo Mundo durante más de un año. Un viaje físico y libresco, pues estamos ante “un hombre que no sólo vio más del mundo y de lo que este ofrecía que casi todos sus contemporáneos, sino que además demostró sus conocimientos de este mundo cambiante de una manera asombrosamente premonitoria”. Por eso dice Wilson-Lee que Hernando se avanzó al “big data”, la Wikipedia e internet a partir de su obsesión por las listas, llenas de catálogos, enciclopedias, inventarios o diarios.
“Memorial de los libros naufragados” es la reconstrucción de la vida de Hernando, increíblemente interesante –por su excepcional visión del Renacimiento–, y su adoración por Cristóbal Colón, de cuyo nombre habló su hijo a efectos simbólicos. Hernando explicó que “Colombo”, es decir, paloma en italiano (“colomba”, mas propiamente), era algo adecuado para alguien que, como el ave mensajera de Noé, se interna en el desconocido mar y trae de vuelta la prueba de que hay tierra al otro lado. Era, así, un “colonizador” que atravesó la Mar Océana y transformó el mundo para siempre, que introdujo a su hijo en la corte del príncipe Juan, en Valladolid, en cuya biblioteca Hernando pudo admirar determinados libros e ir proyectando su idea obsesiva, borgeana “avant la lettre”, de una biblioteca babélica.
Con mano maestra, Wilson-Lee nos mete en los vericuetos de la vida en palacio, nos habla de forma vívida del escepticismo creciente que sufrió Cristóbal Colón a medida que “la imagen de la pura inocencia entre los indígenas del Nuevo Mundo estaba empezando a desmoronarse”, después de tomar medidas defensivas contra las agresiones locales. El libro de esta manera es una maravillosa biografía paralela, y al mismo tiempo un seguimiento de la idea enciclopédica de Hernando; la biblioteca de este, al morir, desaparecía parcialmente, por culpa de la Inquisición o el desinterés por salvaguardar tamaño legado, y sus 15.000-20.000 ejemplares iniciales se redujeron a menos de cuatro mil, que se conservan en Sevilla, aparte de los libros esparcidos en colecciones particulares de libros antiguos, los cuales “se reconocen inmediatamente por las típicas notas de Hernando sobre cómo compró el libro y cuánto le costó”.
Publicado en La Razón, 19-IX-2019