Hace pocos años, el libro “Vidas construidas. Biografías de arquitectos”, de la historiadora de la arquitectura Arantxu Zabalbeascoa y del poeta y crítico literario Javier Rodríguez Marcos tuvo una segunda edición revisada. En él, los autores mostraban los aspectos más relevantes de veinte arquitectos de muy diferentes épocas, a lo largo de retratos amenos y muy curiosos, pues tras las vidas de estos creadores se escondían extravagancias privadas o relaciones tormentosas. El listado era jugoso y en él tenían una importancia absoluta los italianos: Brunelleschi, Miguel Ángel, Palladio, Bernini, Borromini y Piranesi, que abarcarían los siglos XIV-XVIII, hasta Giuseppe Terragni, con el que se cerraba el volumen y que “murió rodando escaleras abajo”.
Había por otra parte los que se cambiaron de nombre –como Le Corbusier–, los que dejaron su impronta en España –Mies van der Rohe–, algunos no muy conocidos –otro italiano, Sant’Elia, el finlandés Aalto, el holandés Van Doesburg–, más el caso tan particular de Frank Lloyd Wright, que “escribió dos autobiografías y cada una diferente a la anterior”, se casó cuatro veces, tuvo una legión de hijos y un ego, en verdad, de proporciones catedralicias. Y, por supuesto, surgía el que hoy, cada vez más se diría, es una atracción turística inigualable en todo el mundo: Antoni Gaudí, cuya vida ha merecido biografías y hasta inspirado narrativa de ficción.
Fue el caso de “G: la novela de Gaudí” (Planeta, 2015), de Daniel Sánchez Pardos, donde aparecía un Gaudí de segundo año en la Escuela de Arquitectura de la Lonja, con un carácter e intereses enigmáticos y en torno al cual sucedía un asesinato. Ese halo de misterio se extendía a otra novela, “La clave Gaudí” (Debolsillo, 2016), de Esteban Martín y Andreu Carranza, con la Barcelona de inicios del siglo XX hasta la actualidad, cuando una pareja, a partir del hallazgo de cierta reliquia, intentaba desvelar los enigmas que escondían los edificios más emblemáticos del arquitecto catalán. Y ahora llega este estupendo “Yo, Gaudí” –el título es demasiado simple pero efectivo y coherente–, del musicólogo Xavier Güell, que ofreció “La música de la memoria” hace un par de años, donde se confesaban, por así decirlo, en primera persona Beethoven, Schubert, Schumann, Brahms, Liszt, Wagner y Mahler.
La curva humana
Aquel enfoque narrativo, haciendo de cada músico un personaje novelístico pero apoyándose en el rigor de los hechos, fue un acierto total, y lo mismo podemos decir de este libro, que repite fórmula literaria para intentar dar respuestas a diversas preguntas: quién fue en realidad Gaudí, un hombre católico hasta la médula que no tuvo dicha en el amor; si fue masón o no; o cuáles fueron la naturaleza de las relaciones que mantuvo con otros grandes intelectuales de su tiempo, como Maragall o Unamuno. El autor, tataranieto del hombre que financió a Gaudí en sus proyectos más importantes, coloca a un Gaudí epistolar, mediante veintiuna cartas –el número no es baladí, pues el arquitecto daba mucha importancia a la simbología numérica– que ha escrito la historia de su vida pensando en un amigo, aunque tales documentos son descubiertos por su albacea, el doctor Santaló, justo después de que Gaudí muera atropellado por un tranvía. Ocurre el fatal accidente en la Gran Vía barcelonesa, entre las calles Bailén y Girona, y el conductor, “al pensar que se trata de un vagabundo ebrio, sigue su trayecto sin detenerse”.
Güell domina por completo el material con el que ha trabajado. No en vano, en los años 1997 y 2002 publicó una biografía y una guía ilustrada para conocer a totalidad de su obra (en Cataluña, Castilla, Cantabria y Baleares), explicando tanto la parte arquitectónica general (plantas, secciones y alzados) como específica (detalles como herrajes, mobiliario y mosaicos). Y es que, como comprobamos en “Yo, Gaudí”, lo menor o complementario no lo fue nunca en su creatividad: “Mi obra está sostenida por la escultura como parte indisociable de la propia construcción. La escultura nunca debe ser ornamental, sino la consecuencia necesaria que brota de la propia obra arquitectónica. Es la sangre que corre por sus venas. Como buena parte de los constructores del pasado, me considero arquitecto y escultor. Es más, no concibo una cosa sin la otra”, dice en la carta tercera.
Ello lo conecta con esos autores renacentistas que surgían en “Vidas construidas”. El que hizo construir el Parque Güell, la Sagrada Familia o la Pedrera rememora su existencia: su infancia infeliz, el colegio en que fue mal estudiante… y el descubrimiento crucial, que aprendió viendo a su padre calderero: la curva, que “es propia de la limitación y por tanto es humana, mientras que la recta es la encarnación de lo infinito, que solo corresponde a Dios”.