Ya lo dijo, en la conferencia «Samuel Beckett: Nadie de la Nada», el gran
biógrafo Richard Ellmann: «Es un escritor “sui generis”, con sello propio,
garantizado y estilizado». Y ciertamente, de pocos autores se puede decir eso
de forma tan tajante y excepcional. Beckett es un autor complejo, de difícil
lectura, de un prestigio tan unánime como reducido o tal vez decreciente –cada
vez más, su obra se restringe a lectores fieles o eruditos–, pese un interés
consolidado desde su fallecimiento en 1989. Veinte años atrás, había llegado a
la cúspide de su fama al ser otorgado el premio Nobel, lo cual, por cierto, le
supondría un fuerte impacto: demasiada publicidad, demasiados ojos observando
para un carácter depresivo como el suyo, como el de muchos de sus personajes
que esperan algo que se convierte en nada, que muestran con su actitud que la
vida carece de sentido.
Así es en toda su obra, tanto la teatral como la narrativa y
la poética. La infelicidad de sus protagonistas es su propia infelicidad,
surgida en la infancia, en un pueblo cercano a Dublín llamado Foxrock, luego
asentada en la adolescencia como estudiante en un exclusivo internado, más
tarde en el Trinity College dublinés, de donde salió licenciado en lenguas
románicas en 1927. Son los años en los que perfecciona su francés, lo que será
determinante después, y frecuenta el Abbey Theatre para ver las obras de Sean
O'Casey; también es el tiempo de sus dudas acerca del futuro, de un tedio que
jamás lo abandonará.
Y entonces, todo conduce a la huida, a salir de
Irlanda como habían hecho sus ilustres compatriotas Wilde, Joyce y Yeats.
Beckett trabaja como profesor en Belfast y luego en París, donde intimará con
el autor del «Ulises», estudia con profundidad el pensamiento de Descartes y
publica un ensayo sobre Proust en 1931. Los síntomas depresivos –se somete al
psicoanálisis en Londres– hacen de él un hombre, paradójicamente, hiperactivo.
Para sobrevivir, desempeña diferentes empleos y sigue con sus viajes vagabundos
por Europa, y, un mal día, sufre un acontecimiento que le marcará para siempre.
Es la noche del 7 de enero de 1938, Beckett camina por la calle y es apuñalado
por un mendigo. Se recupera en el hospital de su perforación pulmonar, visitado
por una amiga francesa que se convertirá en su esposa, y una vez dado de alta,
va a la cárcel a ver a su agresor. Ante la pregunta de por qué le atacó, el
mendigo le contesta: «Je ne sais pas, Monsieur».
Su existencia está llena de estas cosas: de la captación del
absurdo, del puro sinsentido, de la negación sistemática que luego se reflejará
en sus obras, donde además experimenta con el lenguaje hasta exprimir sus
posibilidades. Así, la pobreza, la soledad, la fuga se mezcla con una enorme
capacidad literaria. Traduce poesía francesa, imparte clases hasta que abandona
ese trabajo en el que nunca se sintió a gusto, y salta de la lengua inglesa a
la francesa en función de sus necesidades estéticas. Y mientras tanto, el nazismo avanza; en vez de refugiarse en
Irlanda, decide adherirse a la resistencia aunque ponga en juego su vida. Evita
a la Gestapo trasladándose al sur del país, donde escribe la novela «Watt»
(publicada en 1953), y tras la guerra, vuelve
a París en el momento de su clímax creativo.
A su
aportación al teatro del absurdo, «Esperando a Godot» (1952), su obra más
célebre, le seguirá en apenas tres años la trilogía compuesta por «Molloy»,
«Malone muere» y «El innombrable». Y muchas obras más: dramas, versos, relatos,
incluso guiones para televisión. El viejo tedio, la inherente tristeza del
escritor es ocupada las veinticuatro horas del día por una literatura obsesiva,
por una mente que se enfrenta al lenguaje que explora lo humano e
indescifrable. El resultado, siempre es la angustia, un personaje solitario
haciéndose preguntas que nunca merecerán respuestas, sino unas pocas palabras
que anulan todo: nada, nadie.
Publicado en La Razón,
28-VIII-2019