Concord, en el estado de Massachusetts, es un pueblo de aspecto apacible a unos veinticuatro kilómetros al oeste de Boston. En los alrededores de la villa, en los bosques colindantes, Henry David Thoreau acabaría construyéndose una casa para llevar a cabo su gran experimento de vivir frente a la laguna de Walden, con la intención de entrenar los «sentidos», la forma intuitiva de captar lo que la naturaleza podía enseñarle, para después trasladarlo al lenguaje. De aquella casita hay una réplica exacta (cama, chimenea, escritorio, tres sillas, todo lo cual le costó 28 dólares, como apuntó él mismo), a la entrada del área de Walden Pond. Estaría allí dos años, dos meses y dos días, en pos de captar la esencia de la vida y de ratificarse en algunos valores que eran comunes para otros intelectuales del pueblo: la simplicidad, la autoconfianza, la bondad como la mejor inversión, o en el hecho de eliminar las necesidades autoimpuestas y vivir libre pero a la vez de forma solidaria.
Uno de esos pensadores clave para la historia del siglo XIX norteamericana es Ralph Waldo Emerson, que será considerado líder del movimiento del trascendentalismo, abogando por ser “amigo” de nuestra propia alma, por mirar en igualdad de condiciones a la divinidad, por sentir la Naturaleza de forma trascendente. El filósofo será una referencia en todo el país, hasta que Concord se convierte en un lugar obligado para escritores o estudiantes. Uno de los más insignes, Walt Whitman, el autor nacido hace doscientos años en Long Island y que será el autor del libro poético más importante del país, “Hojas de hierba”, acudió una vez allí en 1855 para ver a Emerson, en una ocasión en que se leyeron algunas cartas de Thoreau, ya fallecido, con la presencia de Amos Bronson Alcott, también representante del trascendentalismo, y su hija Louisa May, la autora de “Mujercitas”, cuya casa, como las de los autores locales citados, es un aliciente turístico en Concord.
Ciertamente, paseando por el pueblo uno se topa con diversos hogares en los que estos autores –hay que añadir a Nathaniel Hawthorne, el autor de “La letra escarlata”– escribieron algunas de las obras cumbre de todos los tiempos en las letras estadounidenses. Por ejemplo, una casa que ahora está de actualidad cinematográfica gracias a la adaptación que se acaba de estrenar de “Mujercitas”; en efecto, hoy es posible visitar la llamada Orchard House donde vivieron los Alcott, y hasta comprar muchos suvenires en su tienda, y además justo al lado de la Concord School of Philosophy. Uno de los fundadores de este edificio, lugar para el debate y las lecturas públicas, tomando como fuente de inspiración el modo en que Platón concibió su Academia, fue el pedagogo de ideas revolucionarias en el campo de la educación Amos Bronson Alcott, que a los treinta y cinco años había creado la Escuela del Templo de Boston, una institución heterodoxa para la época que presentaba una educación fundamentada en profundizar en lo espiritual, en recurrir a la búsqueda de la verdad moral y filosofal, y en leer grandes libros como la Biblia y la poesía de Milton, Wordsworth y Coleridge.
La idea era que, como dijo Emerson al defender a Alcott, al que vilipendiaron por esta iniciativa, los niños buscasen «una respuesta dentro de sí mismos… para que sean realmente reverentes, y convertir el Nuevo Testamento en un libro vivo para ellos». Un método que promovía que el alumno estuviera a gusto en clase sin eludir por ello la debida concentración y el debido esfuerzo. Este patrón también lo llevaron a su propia escuela Thoreau y su hermano John, el mismo sitio en que dio clases Louisa May. La autora de “Mujercitas” surgió de ese ambiente cultural, de librepensadores, místico, solidario: se apuntaría como voluntaria en Washington durante la Guerra de Secesión, haciendo jornadas maratonianas de doce horas seguidas en el terrorífico Hospital Union Hotel, hasta que enfermó de fiebre tifoidea y pulmonía y estuvo a punto de morir a causa de ello.
Bondad navideña
De hecho, una muerte prematura, la de su hermana Elizabeth, fulminada por la escarlatina, contraída cuando ayudaba a una familia pobre, inspiró a Louisa May el personaje de Beth March en su inmortal novela, que ahora edita Akal (traducción de Axel Alonso) de forma increíblemente espectacular: mediante una edición anotada con profusión y repleta de ilustraciones, más de doscientas veinte. El responsable, John Matteson, es inmejorable, pues recibió el premio Pulitzer de 2008 a la mejor biografía por un libro sobre los Alcott, padre e hija, y conoce a la perfección esta obra que vio la luz en 1868-1869 y que se ha leído generación tras generación, ha sido traducida a más de cincuenta idiomas e inspirado seis películas, cuatro producciones televisivas, un musical de Broadway y una ópera; de tal modo que este lujoso volumen ofrece algunas imágenes de los filmes, sensacionales láminas del pintor y fotógrafo Norman Rockwell (1894-1978), dibujos de ilustradores de historias para jóvenes como Alice Barber Stevens, Frank T. Merrill y Jessie Wilcox Smith, e instantáneas tomadas en la casa de los Alcott en las que se aprecian objetos como el vestido de boda de Anna, la hermana mayor; el vestuario para las representaciones teatrales de la familia, el libro de recetas de la Sra. Alcott o los dibujos de May, que era la hermana menor.
El conjunto de notas de Matteson pone en contexto hasta el más mínimo detalle, relativos al arte, la música y la literatura que moldearon el carácter de Louisa May y sus obras: los libros que leía, las personas que conoció, los platos que comía...; todo ello tras un largo ensayo introductorio en que analiza el lugar central que “Little Women” ocupa en la literatura infantil y juvenil y recorre la apasionante vida de una escritora –su alter ego es Jo, de quince años, aficionada a escribir y reacia a cumplir con los estereotipos de las mujeres de la época– que fue ejemplo de fraternidad y altruismo. Y es que, ya al inicio de la novela, la madre de las muchachas las anima a ceder su desayuno de Navidad a «una pobre mujer con un recién nacido. Sus seis hijos duermen acurrucados en una cama para no morir congelados, porque no tienen leña con la que calentarse. No tienen nada que llevarse a la boca y el hijo mayor vino a contarme que se mueren de hambre y de frío». Al instante todas colaboran para llevarles panecillos, mantequilla y un pastel, y acuden a la casa para ayudar a la miserable madre, a la que la señora March sirve té con gachas y cambia el pañal de su bebé mientras las chicas dan de comer al resto de niños.
La bondad, así, se presenta como fuente de felicidad personal: «Aquel fue un feliz desayuno, aunque ellas no probaran bocado, y cuando se marcharon, después de dar consuelo a la pobre familia, no creo que hubiera en la ciudad unas muchachas más dichosas que las cuatro hambrientas jovencitas que habían regalado su desayuno y se conformaron con el pan con leche que comieron al volver a casa, aquella mañana de Navidad». Como afirma la mayor, Meg, una vez ya ha vuelto a casa con sus hermanas y está preparando unos humildes regalos para su madre mientras esta se encuentra en el piso de arriba buscando ropa para dar a los pobres: «Esto es amar al prójimo más que a uno mismo y me ha encantado».
Publicado en La Razón, 22-XII-2019