Hace dos años, leímos las
diversas novedades que, con el pretexto de la conmemoración de Revolución Rusa,
se lanzaban a analizar lo ocurrido hace un siglo y tan profundamente marcaría
el destino del gigantesco país euroasiático. Catherine Merridale, con “El tren
de Lenin. Los orígenes de la revolución rusa”, siguió los pasos del líder
bolchevique exiliado en Suiza cuando la reacción revolucionaria se hizo
efectiva y pudo regresar en un viaje en tren que estaría rodeado de peligros. Se
terminaba la época de los zares en paralelo a “La venganza de los siervos”, por
decirlo con el título que Julián Casanova puso a su estudio en que analizaba
cómo desde las altas esferas hubo una suerte de arrepentimiento por no haber
tratado a los campesinos dignamente antes de que la indignación popular
estallara.
A ello se le añadió “Blancos
contra rojos. La Guerra Civil rusa”, de Evan Mawdsley, que profundizaba en el
complejísimo entramado bélico que asoló al país durante los años 1917-1920 y
que costaría más de siete millones de vidas. Algo que pudo comprobar el sindicalista
Ángel Pestaña, que acusó a Lenin de autoritarismo y de torturar a su pueblo por
falta de libertad y permitir que pasara hambre (lo cuenta en “Setenta días en
Rusia. Lo que yo vi”) y Emma Goldman, que en “Mi desilusión en Rusia”, decía haber
vivido «un régimen que implica la esclavización de todo un pueblo, la
aniquilación de los valores más fundamentales –humanos y revolucionarios». Y
nada mejor para saber sobre las décadas de horror soviético y sus gulags que
“Terror y utopía” (2014), de Karl Schlögel, en que se conocía de cerca la
violencia ejercida a la población durante el año 1937 en Moscú.
En este sentido, quien lea las
memorias de Elena
Gorokhova “Un montón de migajas”
(traducción de Carles Andreu) verá el trasfondo de todo lo citado en paralelo a
una vida marcada por el pasado familiar y el deseo de alcanzar otros desafíos
lejos del territorio ruso. Pero, sobre todo, marcada por la figura de su madre,
a la que está dedicado el libro, el cual se abre con una fotografía entre la
protagonista y su hija.
Guerra y hambre por doquier
Esta doctora en Pedagogía Lingüística, y autora de otro libro de recuerdos, “Russian Tattoo”, hace un gran homenaje a la que la trajo al mundo, explicando cómo fue su vida tras nacer en la Rusia central, “donde las gallinas vivían en la cocina y se guardaba un
cerdo bajo las escaleras, donde las calles estaban
sin asfaltar y las casas eran de madera; un lugar donde la gente lame los platos”. Es
más, la madre será vista como el reflejo de su patria: “autoritaria, protectora y difícil de
abandonar”. Será una superviviente de la hambruna, del terror de Stalin y de la Gran Guerra
Patriótica; el abuelo había sido un campesino
que trabajaba para una condesa propietaria de la aldea donde él vivía. “La
Revolución, que prometía liberar al pueblo del yugo del absolutismo y llevar a
las clases trabajadoras al paraíso, alimentó la esperanza de la recuperación de
Rusia: finalmente, los siglos de desigualdades y explotación tocaban a su fin,
y la paz y la prosperidad parecían estar a su alcance”. Pero entonces vino la
decepción mayúscula, a medida que el hambre atroz volvía en todo el país y “en
el horizonte asomaba ya el alba sangrienta de las seis décadas de terror que se
avecinaban”.
Para paliar la situación, a la abuela se le ocurrió
“el juego de las migajas”. La madre de Elena y su hermano, de seis y cinco años
respectivamente, se las apañaban con un pedazo de pan negro y un azucarillo,
pero su tío de tan sólo tres años lloraba por el estómago vacío, así que la
abuela le decía: “¡Pero mira todo lo que tienes!”, desmenuzando el pan y el
azucarillo con los dedos: “Fíjate, un montón de migajas”. Una escena terrible y
conmovedora que precede la trayectoria de esta madre que tuvo la determinación
de estudiar en la Facultad de Medicina de Ivánovo y se convirtió en directora y
única doctora de un hospital rural. Esta entrega para los más desfavorecidos,
el arresto a un familiar, que morirá en un campo, sus diversos matrimonios con
hombres que conoce en la guerra o en los hospitales, su labor como profesora de
clases nocturnas en la Facultad de Medicina es mucho más interesante que lo que
Elena cuente de su infancia y adolescencia, de sus relaciones personales, sus
estudios y su despedida del país para casarse con el norteamericano Robert, y
trasladarse a Texas.
De tal modo que es cuando la autora mezcla su
propia vida con el pasado general cuando el texto cobra más vuelo que en los
pasajes dedicados a ella misma, como en este ejemplo: «“Guerra” y “hambre” son
dos palabras que oigo en todas partes: en clase, en las noticias y en las
conversaciones de las babushkas en los bancos de los patios. Pero se trata de conceptos
abstractos y gastados, algo que no le ocurrió a nadie en concreto, sino a todo
el país».
Publicado en La Razón, 19-XII-2019