lunes, 6 de enero de 2020

Las festividades líricas


Desde el amigo Manso de Pérez Galdós, la autoparodia de Gide en «Paludes» y la «nivola» unamuniana, hasta los «Viajes por el scriptorium» de Paul Auster, el escritor moderno mantiene una relación con sus personajes que va más allá del distanciamiento narrativo. El propio autor se vuelve, se escribe personaje, se ficcionaliza, y la frontera entre la invención y el autorretrato es equívoca. Sidonie Gabrielle Colette escribió, por ejemplo, «Lo puro y lo impuro» en 1932, e hizo de sí misma un personaje más, en una vida parisina en unos tiempos e en que la autora estaba de vuelta de todo, cansada y a la vez en el esplendor de su genio literario.

Colette consideró esa su mejor obra, que carece de trama pero toca muchos asuntos: lo orgiástico como anestesia, el lesbianismo y la homosexualidad, el aprecio a los perros y gatos, la historia de amor de dos mujeres por las que se interesó Lord Byron… Colette se solía desdoblar con un estilo entre bohemio y aristocrático, multiplicando la dimensión referencial de lo escrito al amparándose en lo autobiográfico –como en cierta manera ya hiciera en la famosa serie de Claudine, que firmaba con el seudónimo de su esposo, Willy, hasta que se divorciaron–, y en sus obras citaba a amigos, a aquel marido manipulador, a personajes pasados de obras suyas, a ideas que en su momento tuvo para la redacción de «Chérie» (1920). 

Hablando de “Lo puro y lo impuro”, el traductor Gabriel Hormaechea apuntaba: «Colette siempre escribió sobre sí misma, sobre sus vivencias más recientes, sin apenas enmascarar o disimular que estaba contando su propia peripecia, sino más bien lo contrario. Mujer inteligente, decidida y valiente como era, no aceptaba someterse a tabúes o avergonzarse de sus inclinaciones y opciones vitales». Y esa vocación independiente y libre se ve hasta en sus artículos más pequeños, como estos que se recogen en “Regalos de invierno” (traducción de Anna Maria Iglesia), dedicado a las fiestas navideñas y que recorren los años 1909-1948, una buena ocasión para revisitar la mirada de una autora que desafía en su lectura prejuicios o expectativas, con su sensualidad mortecina y ternura fresca e inocente, mediante textos que siempre van más allá de los géneros tradicionales. Colette se siente cómoda en lo misceláneo: activista, actriz de sus propias comedias, artista de variedades polémica, fundadora de un instituto de belleza y perfumes... y narradora prolífica, pues más de setenta libros la contemplan.

Asombro infantil

La presente novedad participa, claro está, de esa vertiente autobiográfica que caracteriza sus memorias «El fanal azul», donde dio rienda suelta a sus observaciones y recuerdos con el bello e infantil deslumbramiento que demostró por todo. Este asombro perpetuo que se palpa con prodigalidad en unas páginas navideñas preñadas de la búsqueda proustiana del tiempo perdido, que recupera con lirismo: el pudding blanco de Navidad, con una salsa de mermelada de albaricoque mezclada con ron y coñac que la embriagaba, el tambor municipal que al amanecer sonaba para señalar el primer día del año, las tardes junto al fuego y la remembranza del jardín nevado son solo algunas de las escenas domésticas que Colette trae a su presente. Son regalos que se hace a sí misma: como en “Fantasía de Año Nuevo”, donde recuerda cómo corría de niña contemplando su barrio parisino lleno de nieve, viéndose una niña amada y feliz; como en “Nochebuena”, donde le parece imposible disfrutar de la velada “sin matracas, sin panderetas, sin bocinas, sin silbatos y tampoco sin sirenas”; como en “Día de Año Nuevo”, en que le viene al pensamiento una vez en que le pidió a sus padres como regalo para esa jornada “un viejo libro, titulado “Los doce Césares”, un frasco de mercurio y una manta de viaje enrollada con una correa”.

Objetos extravagantes para una chiquilla que, a sus ojos, entrañaban la más pura aventura: la de la imaginación. “Regalos de invierno” constituye una oda a esas ilusiones, un homenaje a “esas cosas antiguas”, pero también a un tiempo determinado. En “Año Nuevo en Argonne”, habla de soldados locales y aviones alemanes, pues se está sufriendo ya la Gran Guerra, y los niños son empujados a encerrarse en una despensa hasta que en el cielo ya no haya amenazas. En “Navidad de guerra”, fechado en 1939, evoca a su hija, que también le pedía a ella regalos bien peculiares, y un París que ha de contentarse con ninguna fastuosidad habida cuenta de lo que está sucediendo en Europa. Con todo, en especial cabe destacar, en una época consumista como la nuestra, en estas semanas llevada hasta el paroxismo, la forma en que, como dice en “Regalo de Navidad” (1924), todo ello no significa “regalos, visitas, tiendas, deseos sin entusiasmo y bolsillos vacíos”; de hecho, siempre aludiendo a lo bueno de una vida modesta y sencilla, “estaban casi vacíos los bolsillos y las manos de quienes, a pesar de ello, venían y traían conmigo todos los favores y toda la generosidad posible y hacían milagros que estaban a su alcance”.

Publicado en La Razón, 2-I-2020