Fue casi un acontecimiento el hecho de que Cormac McCarthy (1933), de continuo ajeno al mundillo socioliterario, concediera una entrevista en televisión. Rompía así una suerte de aislamiento que había potenciado la calidad de autor de culto. Aquel día del 2007, la archifamosa Oprah Winfrey habló de la que era su última obra, “La carretera” y, evidentemente, se convirtió en un superventas. Ese mismo año recibía la novela el premio Pulitzer y se añadía a un género que quizá tenga un condicionante más exclusivo del arte cinematográfico: el género de las historias de anticipación. Y es que el autor estadunidense describía un mundo devastado por la guerra nuclear al que un padre y un hijo buscaban un sentido. Entre tanta muerte y cenizas, juntos cruzaban los Estados Unidos, sufrían calamidades y veían a hombres convertidos en caníbales por la carencia de comida. Era simplemente el fin del mundo, una visión de cómo sería el ocaso de la humanidad.
Este ejemplo cualquiera también transmitía por supuesto una lectura entre líneas: de carácter moral y visionario. El escritor hablaba de lo más terrible y, en el núcleo de la situación, colocaba a un niño como víctima singular de ese Apocalipsis que, como todas las tragedias, tenía, en su desesperanza, la esperanza de un mañana. Un ejemplo narrativo que, en paralelo a la infinidad de películas que tratan de recrear lo que al parecer será inevitable en un futuro más cercano de lo que podríamos sospechar, se une a la pléyade de ficciones alarmistas que sólo hacen que aumentar en número: enciendan la televisión, conéctense a las plataformas a la carta, acudan a una librería o al cine. El Apocalipsis ya ha llegado de alguna forma, con tantas advertencias surgidas de un mundo de invención que cada vez se asienta más en la cotidianidad real para hacerlo fidedigno y posible.
Las plagas del miedo
El género apocalíptico surgió como expresión literaria en la cultura hebrea y cristiana durante los períodos helénico y romano (del siglo II a. C. al II d. C.); con una intención alegórica, se pretendía con ello recrear la situación sufriente del pueblo judío y de los cristianos, abriendo las puertas pese a todo a una aparición salvadora de carácter mesiánico, ya fuera Moisés en el Libro de los Jubileos o Cristo en el Apocalipsis de Juan. Uno de los casos más paradigmáticos es el de las 10 plagas de Egipto, la serie de calamidades sobrenaturales que, según el Antiguo Testamento y la Torá, Dios envió a los egipcios para que el faraón permitiera irse a los hebreos esclavos de Egipto. Y es que ese tipo de amenazas en forma de epidemias imparables constituirán un fuerte aviso simbólico para las poblaciones, a lo largo de la historia, que usarán hábilmente los creadores literarios para elaborar relatos llamativos con los que atraer la atención del público. Uno de los más curiosos, el protagonizado por el autor de “Robinsón Crusoe” (1719), que en esta obra ya había jugado con la mezcla de realismo y ficción.
De esta manera, Daniel Defoe llevó su visión periodística-literaria al límite al publicar “Diario del año de la peste”, la crónica en torno a cómo la peste bubónica de 1665 había acabado con más de cien mil personas, una tragedia que los londinenses aún recordaban y con la que Defoe volvió a conquistarlos. Aunque de una manera especial: contando la presunta verdad –se incluían estadísticas, ordenanzas políticas, declaraciones de médicos–, pero en realidad mintiendo, haciendo pura literatura, como aclara el estudioso Juan Bravo Castillo: «Era tal la exactitud informativa [...], el dramatismo ambiental generado por el texto y la verosimilitud del relato [...], que hubo quien tomó por realidad lo que era ficción perfectamente reconstruida gracias a la extraordinaria facultad que poseyó Defoe para rehacer aquel ingente drama valiéndose de los testimonios y noticias que de niño había logrado reunir sobre la terrible plaga».
Dos siglos más tarde, algo parecido hará Albert Camus, cuya novela “La peste” (1947) se ha disparado en la lista de ventas en estas semanas del 2020 en comparación con el año pasado: la estadística la explica el coronavirus, el cual ha hecho revivir esta obra que versa sobre una población acosada por una epidemia. Contaba la historia de unos doctores consagrados a labores humanitarias en la ciudad de Orán, en un momento en que esta es azotada por una plaga terrible. Todos los integrantes del argumento, desde los médicos hasta los turistas, son el vivo reflejo de las reacciones humanas que aparecen cuando una peste se extiende dentro de una determinada población. Un argumento quizá basado en la epidemia de cólera que Orán padeció en 1849 tras la colonización francesa. Asimismo, se ha interpretado la obra desde los parámetros existencialistas que cuajaron en la Francia de aquel tiempo, por cuanto, al modo kafkiano, se trata de colocar al ser humano frente a la absurdidad de su identidad, de su presencia en este mundo, tan fugaz, pasajera y hasta caprichosa, pues un mal microscópico en forma de enfermedad puede arrancar la vida a cualquiera.
Inhóspito y distópico
Vivimos, pues, rodeados de avisos catastróficos, los últimos los relativos al cambio climático, asunto que tiene un acomodo editorial inmenso cada mes, muchos de tinte esperanzador, como si aún pudiéramos combatirlo, pero otros muy pesimistas, como “El planeta inhóspito” (editorial Debate), de David Wallace-Wells, en que éste, tras reconocer que nuestro mundo llega a su fin, hace un relato de las consecuencias que tendrán, dentro de una generación, nuestros desmanes frente a la crisis ecológica: hambrunas, plagas, contaminación de aire extrema, migraciones innumerables, crisis económicas y guerras. Es decir, los elementos de los que se ha nutrido la ciencia ficción para asustarnos, con deleite y entretenimiento, pero asustarnos al fin y al cabo. Pues no son pocos los casos en que la ficción se ha hecho realidad: se menciona al respecto hasta la saciedad “1984”, de George Orwell, en que existe una institución llamada “la policía del pensamiento” que controla la vida de los ciudadanos y donde está el ya tan famoso Gran Hermano que nos vigila a todos.
El otro ejemplo clásico de lo que se ha acabado llamando “distopía” en contraste con utopía, es “Un mundo feliz”, de Aldous Huxley, en el cual la felicidad es obligatoria y los individuos que conforman la sociedad están creados y criados en laboratorios, y si alguien se pone triste, se le inyecta una droga que lo reconduce a su estado de dicha. Son las sociedades dictatoriales del futuro, como la que Ray Bradbury perfiló en “Farenheit 451”, en un argumento en el que es delito leer libros, y que han sido representadas de forma inquietante mediante una obra de fama mundial, la de Margaret Atwood: “El cuento de la criada”, en que se trata a las mujeres como objetos o esclavas. La protagonista es Offred (es decir, «de Fred»; la mujer es una simple propiedad), que está en un entorno ultramasculinizado en que se promueve el miedo y la sospecha entre las mujeres, con un ambiente de población jerarquizada en que un libro es un peligro, y una opinión libre, una amenaza global. Una trama tan lejana y ajena como cercana y posible.
Publicado en La Razón, 14-III-2020