sábado, 7 de marzo de 2020

Los mayores asesinos en serie de la historia


En 1894, el inglés Arthur Machen publicaba el relato «The Great God Pan». En el capítulo «Los suicidios», se hablaba de una «terrible epidemia de suicidios que ha imperado en el West End» londinense, en unas fechas, finales de los años ochenta del siglo XIX, en que Jack el Destripador aterrorizaba a la ciudadanía. Los cinco suicidas, que se ahorcaban en sus casas o de un árbol, eran «ricos, prósperos y, según todas las apariencias, amantes de la vida mundana». En esa área de la ciudad había sido donde, en efecto, el famoso asesino había arrancado la vida a cinco prostitutas en 1888. Dos años antes, se publicaba “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”, en que se presentaba, como es sobradamente conocido, a un científico que, tras beber una bebida de su invención, que tenía la capacidad de separar la parte más humana del lado más maléfico de una persona, se convertía en un atroz criminal.

El autor escocés quería representar, desde luego, la doble faz del ser humano, y era fácil inspirarse en personas reales; se supone, por ejemplo, que Robert Louis Stevenson se inspiró en la vida de un prestigioso y adinerado ebanista, además de presidente de la Cámara de Comercio de Edimburgo, que por las noches dirigía una peligrosa banda de atracadores. Un perfil este de doble identidad que el cine ha explotado hasta el infinito: el del hombre respetable en apariencia que tiene un reverso terrible y elige la oscuridad para llevar a cabo planes malvados y hasta monstruosos. Lo sabe bien Peter Vronsky, que en el magnífico “Hijos de Caín” (traducción de Joan Andreano) ha rastreado a los más célebres asesinos en serie de la historia, en que tiene un protagonismo absoluto Jack el Destripador, que “sigue siendo el monte Everest de esos asesinos. Se trata de un asesino en serie paradigmático que ha tenido muchos imitadores que se forjaron teniendo como modelo lo que ellos pensaban que era Jack el Destripador”.

No fue el primer asesino en serie del mundo –“Estoy centrado en las putas y no pararé de rajarlas hasta que me pillen”, dijo en una carta anónima a la prensa–, y Vronsky así lo explicita en el capítulo 9, cuando se encarga de hablar de los crímenes sexuales en Gran Bretaña antes de este hombre sanguinario que jamás fue atrapado ni identificado. Cita así casos legendarios que no existieron en realidad, como Sweeny Todd, “el barbero diabólico de Fleet Strett de Londres, que cortaba la garganta a sus clientes con la navaja y arrojaba los cuerpos directamente desde la silla de barbería hasta el sótano por medio de un agujero en el suelo”. Pero no fueron leyenda William Burke y William Hare, que en Edimburgo perpetraron al menos dieciséis asesinatos en serie en 1828, para vender los cadáveres a las facultades de medicina. Asimismo, no hay que olvidar que también hubo muchas asesinas en serie, “mujeres, que emplearon venero o asfixia para matar a sus maridos, amantes, hijos, hermanos, padres, conocidos o desconocidos de todas las edades por una cantidad de motivos depredadores, hedonísticos, de beneficios y psicopatológicos”. Incluso Vronsky dice que eran tan habituales estos actos terribles que el Parlamento británico debatió la promulgación de una ley que prohibiese la venta de arsénico a mujeres.

El destripador francés

El autor empieza haciendo una breve introducción al perfil de este tipo de criminal, aludiendo a una terminología que no existía salvo en el mundo de los in­vestigadores de homicidios del FBI en la década de 1970. “Ted Bundy, que asesinó por lo menos a 36 jóvenes estudiantes universitarias en seis estados, emergió de aquella época como el prototipo de asesino en serie posmoderno”, afirma, para luego centrarse en la psicopatología sexual  y lo que denomina el auge de los asesinos en serie de 1800 a 1887. Vronsky se centra en Inglaterra y Estados Unidos, pero también aborda casos acaecidos en el periodo de la Belle Époque, en una Francia que ya había padecido psicópatas como Martin Dumollard, Louis-Joseph Philippe y Eusebius Pieydagnelle, más el vampiro necrófilo François Bertrand. La cuestión es que Joseph Vacher, “el Destripador del Sureste” o el “Asesino de Pastorcillos”, asesinó de forma más sobrecogedora que Jack, y puede considerarse el primer asesino en serie “moderno”, por lo que se refiere a su investigación, las modernas técnicas forenses y los debates psiquiátricos y legales que generó.

Vacher sí fue identificado, detenido y juzgado, tras matar a jóvenes en zonas rurales francesas, de una manera que el historiador detalla en diversas ocasiones. Este y otros muchos casos llevarían a que, en los años cuarenta del pasado siglo, se empezara a usa el término psicópata, desde que el doctor Hervey Milton Cleckley publicara una obra en que «descubrió un tipo de personalidad racional, funcional, sensible y destructiva que aparenta ser sensata y saludable ocultándose detrás de una “máscara de cordura”». Un perfil tan manipulador que no faltaron aquellos criminales que, una vez encerrados en la cárcel, convencieron a los psiquiatras de que estaban curados y reformados, y, tras ser puestos en libertad, siguieron matando.

Publicado en La Razón, 5-III-2020