El epígrafe que abre ese libro no puede ser más atrayente e invitador a lo que va a venir: “Vive en secreto”, firmado por Epicuro. Y en cierta forma muchas veces es esa vida la que lleva el bebedor, ocultando lo que puede ser una adicción, un hábito privado que disimuladamente se convierte en público, o viviendo secretamente sus flaquezas y sus ilusiones rotas. Esa frase del filósofo griego es el pórtico con el que Lawrence Osborne nos lleva a los lugares del mundo donde ha bebido y observado cómo, dónde, cuándo, por qué bebe la gente. Se trata de todo un cosmopolita este autor nacido en 1958, en Inglaterra, que estudió Lenguas Modernas en Cambridge y luego se lanzó a una existencia nómada, con estancias en Nueva York, México, Estambul y Bangkok, ciudad donde reside en la actualidad y a la que le dedicó un libro que Gatopardo publicó hace dos años.
De hecho, este “Beber o no beber. Una odisea etílica” (traducción de Magdalena Palmer) es el cuarto libro de Osborne que ha visto la luz en la citada editorial barcelonesa; el más llamativo sin duda, por cuanto este escritor que muchos calificarían del típico “gentleman” entregado a los placeres, recorre varios países de Oriente y Occidente con esta paráfrasis hamletiana del título en la maleta, y el resultado es sorprendente. Él sabe bien de lo que habla porque saboreó antaño la bebida de Dionisio –a esta figura mitológica le dedica un capítulo– como crítico de vinos de la revista “Vogue”, y con sus dotes como narrador –es autor también de novelas– hace que la experiencia viajera con unos tragos encima constituya todo un muestreo de lo que somos los humanos cuando empinamos el codo. A la vez, todo tiene un poso antropológico o como mínimo sociológico, al llevarnos a ciudades remotas de muy diferentes costumbres, incluidas las de no beber alcohol, de ahí que dedique páginas al intento con hacerse con unas botellas en un sitio como Pakistán, donde desafiar prohibiciones islámicas es meterse en problemas serios.
Gin-tonics en hoteles
Todo empieza con el capítulo “Gin-tonic”, con tono novelesco y casi de género negro, cuando el protagonista está en un hotel de siete estrellas de Milán, en un verano especialmente caluroso, y gusta de acudir a su bar cuando hay poca clientela: “Era como estar en un hospital de lujo donde, puestos a pagar, tienes derecho a matarte a copas en la intimidad. Y eso haces, porque eres un ser humano y beber es de lo más agradable”, escribe. Y cuando el camarero le pregunta cómo quiere el gin-tonic, se lo detalla con las proporciones que prefiere de tónica y ginebra Gordon’s, más tres cubitos de hielo y una corteza de lima: “El combinado se sirve con la música preliminar del tintineo del hielo y un perfume que alcanza la nariz como un aroma a hierba cálida. Vuelve la calma. Es como acero frío en forma líquida”. Entra ahí Osborne en una fase de despreocupación, lo que a veces le lleva a que sus intervenciones públicas en la radio o la televisión se resientan y su mano temblorosa comunique que están frente a un alcohólico.
De anécdota en anécdota, iremos viendo cómo, por ejemplo, los musulmanes con los que se encuentra lo ven como a alguien impuro, e intentan convencerlo, en un lugar recóndito de Java que es cuna del terrorismo indonesio, de los desastres que el alcohol había traído al mundo occidental, dado que, argumentaban, “nos privaba de nuestro estado de conciencia normal. Por lo tanto, falseaba toda relación humana, todo momento de lucidez”. Enfermedad del alma, llegaban a calificarlo. Más adelante, tiene peripecias etílicas en Beirut, donde el alcohol es legal y nos habla de su bebida nacional, el arak, un destilado del anís; sufre una gran resaca en Abu Dabi, o se ve rememorando la vieja vida colonial británica en el decrépito hotel Windsor de El Cairo. Y todo, además, con sabrosas reflexiones sobre el acto de beber, y con referencias culturales o de tinte histórico: “La cerveza y el vino se toman con amigos, pero los destilados son para quien bebe solo”; “El alcohol únicamente se menciona tres veces en el Corán, y aunque se desaprueba su consumo, nunca se prohíbe explícitamente”.
Pero más allá de esto, el libro es un estupendo texto literario, en pasajes en que Osborne traduce al lenguaje las sensaciones que produce “este relajamiento de la estructura química del sistema nervioso” que impulsa el alcohol, y que lleva a la desinhibición, la amistad, la espontaneidad y la sinceridad. Para acabar preguntándose –mientras se descubre solo y “distanciado del género humano como por un muro de piedra”–, sintiéndose vivir a cámara lenta y viéndose “en un estado sedentario de animación suspendida”, al tiempo que sus dedos se cierran en la copa que está consumiendo: “Pero ¿es el alcohol el creador de la máscara o precisamente aquello que nos la arranca?”.
Publicado en La Razón, 19-XII-2020