domingo, 3 de enero de 2021

La gran mentira de la raza pura

 

En el año 2010, el narrador estadounidense T. C. Boyle publicó una novela corta perfecta, “El pequeño salvaje”, que contaba la historia del que llamaron Victor de Aveyron, un niño al que abandonaron en un bosque de Francia, tras intentar degollarlo, y que fue hallado en 1798. Fue un acontecimiento colosal en Francia –reflejado muy bien por François Truffaut en su película de 1969– que cuestionó la idea del “buen salvaje” y que Boyle presentaba así: “¿Nacía el hombre como una tábula rasa, inculto y sin ideas, listo para que la sociedad escribiera en él sus normas, susceptible de ser educado, mejorable? ¿O, por el contrario, era la sociedad una influencia corruptora, como suponía Rousseau, antes bien que la base fundamental de todas las cosas, buenas y malas?”. Pero más allá de los detalles reales de aquel caso, había que fijarse en la dedicación del joven médico Itard, que estudiaba y educaba al muchacho sin descanso para contestar a esa pregunta hasta que no podía más.

Ese y el resto de los personajes, magistralmente desarrollados por Boyle, nos regalaban una historia tristísima, conmovedora, inolvidable, que era en cierta forma un viaje a la esencia de nuestro origen en los albores del tiempo humano. Ese niño absolutamente animalesco, sin lenguaje, sin raciocinio, podría simbolizar aquellos seres que poblaron el planeta hace miles de años y, movidos por su instinto, erraron por el planeta en busca de comida y refugio. Emigraron.

Nuestros conceptos de estatus, clase, raza se deshacen pensando en aquellas criaturas, nuestros antepasados, cuya vida era un continuo peregrinar, y cuyo ADN, en esencia es el mismo que el nuestro hoy, puede haber tenido su propia evolución a medida que el hombre se abría paso en la vida. Y entonces emergió la civilización y la sociedad, las fronteras, las distinciones de color y religión, y se buscaron, se inventaron, mil diferencias para dividirnos y tener excusas para excluir, apartar, despreciar o someter al distinto. 

“Han transcurrido 8.000 años desde aquella drástica oleada migratoria y, sin embargo, no ha sido sino muy recientemente cuando hemos logrado conocer datos mucho más exactos sobre ella. Armados con una tecnología revolucionaria, trituramos huesos antiquísimos hasta convertirlos en polvo”, escriben Johannes Krause y Thomas Trappe en “El viaje de nuestros genes. Una historia sobre nosotros y nuestros antepasados” (traducción de Jorge Seca). Ese ADN les ha servido a estos dos autores –el primero, una eminencia en el campo de la arqueogenética; el segundo, periodista atento a asuntos políticos– para reflexionar sobre las capacidades de esta joven rama científica que aprovecha los métodos desarrollados en la medicina para descifrar un genoma que, en parte, tiene cientos de miles de años de antigüedad.

Este sin duda será uno de los campos emergentes de la ciencia del siglo XXI, basada en máquinas de secuenciación de ADN que funcionan en busca de descubrir nuestros orígenes y responder a diversos enigmas, que acabarán por hacernos ver cómo éramos tiempo ha, cómo incluso surgieron las lenguas indoeuropeas. Pero, con todo, lo interesante a efectos de nuestra actualidad será establecer contacto entre esa arqueología humana genética y las situaciones políticas que nos empapan el día a día, a veces de forma tediosa e insoportable. 

Aparece el Donald Trump de turno que criminaliza al inmigrante por el mero hecho de serlo, cuando él mismo tiene ascendentes de Escocia y Alemania, cuando, aún, gobierna un país que es pura mezcla de migrantes. Apeló multitud de veces el presidente multimillonario al tópico tan arraigado, esto es, de que la migración, la violencia y hasta las enfermedades constituyen un todo; que las poblaciones quedan infectadas, invadidas por el otro. En la antigua Grecia el foráneo era el “bárbaro”; pero ya desde el neolítico grandes familias de inmigrantes se desplazaron desde lo que sería Oriente Próximo hacia Europa tras tierras en las que desarrollar la agricultura, “invadiendo” el lugar de los lugareños, en una suerte de conquista de Oriente sobre Occidente.

De alguna forma, todos somos los descendientes de aquellos migrantes, de aquellos cazadores y recolectores, de tal modo que sería absurdo decir que haya humanos que tengan unos genes que lo determinen como un miembro puro de una etnia concreta, si bien puede haber variantes genéticas de las gentes que antaño se movían desde la península Ibérica hasta los Urales. Los científicos, asimismo, encuentran que África es la cuna de la humanidad, donde existe la mayoría de las ramificaciones del acervo genético. Somos, pues, en cierto modo, africanos. Visto todo esto, ¿dónde caben el racismo, la ofuscación por encasillar y etiquetar por zona de procedencia o el color de la tez, el nacionalismo y las banderas incluso? Otro presidente americano, llamado Barak Obama, es un hombre negro con raíces irlandesas y escocesas y con un nombre que parece musulmán. Trump lo desdeñó también por eso, desde luego.

Publicado en La Razón, 2-I-2021