martes, 25 de abril de 2023

Sant Jordi: Un isleño edén libresco


Hay tres cosas seguras en Cataluña, perdón, Catalunya, estas son: los impuestos, la muerte y el día de Sant Jordi. Dos de ellas suelen tener mala prensa; la tercera es vista con “joia”, que diríamos en estos lares catalanes, y tiene una dimensión ya universal, pues un objeto llamado libro, aromatizado por millones de flores alrededor, inofensivo –en apariencia; habría que analizar su contenido y lenguaje para corroborarlo, pues ahora un adjetivo normalito puede ser ofensivo– se convierte en el centro del mundo. Sólo son unas horas, pero la imagen es impagable, harto extraña, y como cada año un clima de euforia, de positividad, recorre las calles tarraconenses, y de Lérida, perdón, Lleida, Gerona, perdón…, ya saben, y una Barcelona cuyo centro urbano se impone como la capital de todo aquel que edite libros en español y catalán, y adonde acuden no sólo autores de toda Espanya, perdón, España, sino también internacionales.

Y es que todo escritor de ciertas garantías comerciales hoy está aquí, en el ojo del huracán libresco, apoyando una causa que espera réditos muy pero que muy especiales. Paseando por la ciudad y mirando a las gentes detenerse frente a las paradas de libros, comprar títulos de todo pelaje y llevar en mano una rosa que parece la antorcha olímpica que el atleta traslada consigo, se ven caras conocidas sin parar: novelistas, sobre todo –con profusión aquellos que se dedican al género detectivesco e histórico–, algunos nombres célebres por sus apariciones televisivas o famosos de ámbitos no literarios. Pues bien, entre charla y charla, me dice una veterana agente literaria que hace compañía a sus autores mientras esperan firmar ejemplares, que solamente en este día se calcula que se facture más del doble de ganancias que la Feria del Libro de Madrid en sus tres semanas de duración.

El dato suena hiperbólico, pero caminando por el Passeig de Gràcia, la Rambla Catalunya y cien lugares colindantes, o por aquellos más alejados del núcleo barcelonés, de hecho en todos los barrios –y extendiendo tal cosa por las cuatro provincias–, ese cálculo podría ser plenamente cierto. El clima, además, acompaña, y también algo que tiene que ver con el legado cultural de una sociedad y su impronta generacional. Me refiero a que desde pequeños los estudiantes están acostumbrados, en absolutamente todos los centros de enseñanza, a celebrar el día de Sant Jordi con un sinfín de actividades de escritura, lectura y dibujo. Llegan a la adolescencia así inyectados de sanjorgeitis, y eso les lleva a prolongar la tradición adoptando la costumbre de acariciar a dragones con lomo y código de barras, convirtiendo también esta jornada en una suerte de día de los enamorados con portada y contracubierta.

Tal aire romántico, idealizado, no es baladí. Durante unos ratos, el mundo terrible y caótico, violento y desalmado, la vida llena de muertes e impuestos, se transforma en una isla edénica que hace felices a muchas personas: al editor, al librero, al individuo que es objeto de un regalo: el libro –“Estuve en el Sant Jordi y pensé en ti”, podría ser el lema de una supuesta camiseta este 23 de abril–, tal vez el único de todo el año que vaya a recibir, a hojear, incluso a leer. Por un momento, contemplar la perfecta y efímera belleza de una flor, llevar en ristre un libro, con todo lo que este implica: muerte de la soledad y vida hacia el conocimiento, inversión en inteligencia u ocio, constituye el mejor de los fotogramas que pudiéramos visionar, en este mundo regido por la imagen y las pantallas en el que, por fortuna, a veces, siquiera una vez cada trescientos sesenta y cinco días, se asoma el poder de la lectura.

Publicado en La Razón, 24-IV-2023