En el mundo literario, pocas muertes hay tan llamativas como la de Yukio Mishima, que a los 45 años preparó al dedillo su suicidio. Primero, visitó a su editor para darle la última parte de la tetralogía en la que estaba trabajando, el 25 de noviembre de 1970; más tarde, entró en el cuartel de la Fuerza de Autodefensa con la excusa de visitar a un general para enseñarle una valiosa espada, maniató a este y redujo a los guardias. Cabe decir, a este respecto, que tres años antes había fundado un grupo de extrema derecha llamado Tatenokai, formado por cien jóvenes a los que adiestraba bajo la idea de servir a la patria frente a una sociedad consumista y decadente. Pues bien, Mishima acabó saliendo al balcón para proclamar sus arengas y, tras gritar tres veces «larga vida al emperador», se clavó una daga, lo que tenía ensayado en su película “El rito del amor y de la muerte”. Acto seguido, se dejó decapitar por un compañero –probablemente su amante– después de tres tentativas.
Clavarse una daga
representaba para Mishima «la masturbación definitiva», una explosión de vida y
muerte. Sin duda, una contradicción al hilo de lo que dejó escrito en una nota
hallada en su escritorio póstumamente: «La vida humana es breve, pero yo quisiera
vivir siempre». Ese harakiri (o “seppuku”) impide el envejecimiento de un hombre cuya
«ilusión de conseguir un cuerpo perfecto es el reverso de su deseo de alcanzar
una muerte perfecta», dice el escritor y senador nacionalista Shintaro Ishihara
en “El eclipse de Yukio Mishima” (editorial Gallo Nero), original de 1991, el
cual constituye un documento excepcional del que fuera amigo de Mishima desde
muy joven; un acercamiento al narcisismo desmesurado de aquel que quiso ser
boxeador y practicante de artes marciales, e incluso actor, sin tener buenas
condiciones para nada de ello.
Hombre acomplejado
El Mishima
acomplejado por su baja estatura, que dedicó sus últimos quince años a hacer
pesas y a fotografiarse en poses entre religiosas y sensuales, que se creía un
genio y ansió el premio Nobel, que grabó discos, viajó por todo el mundo, se
casó y tuvo hijos para complacer a su madre a pesar de su homosexualidad, el
que se libró de ir a la guerra y a la vez anheló una muerte heroica y anónima,
es víctima de una trayectoria familiar espeluznante: padeció una tiránica y
demente abuela, que destruyó su infancia; el padre, de tendencias nazis, le
prohibió escribir, le obligó a cursar Derecho y ni lamentó su suicidio. A
Kimitake Hiraoka (su verdadero nombre) ese desapacible entorno le hará ser un
adolescente inestable, un hombre que se salva por la disciplina del trabajo y
la creatividad de su talento.
Queda, en
definitiva, su potente obra, alrededor de cien libros entre novelas, cuentos,
ensayos, y muchos otros textos de teatro Kabuki y demás trabajos secundarios
que nunca llegarán a Occidente. Mishima nos legó, entre muchos textos
destacables, “Confesiones de una máscara” (1951), su debut narrativo con el que
obtuvo un enorme éxito, y la tetralogía “El mar de la fertilidad”. Una
trayectoria prolífica de la cual nos llega ahora “La casa de Kyoko” (traducción de Emilio Masiá López), que nunca había
visto la luz en español. Ambientada
en 1954 y publicada cinco años más tarde, la novela cuenta la relación de cuatro hombres: un pintor, un boxeador, un hombre de negocios y un actor. Todo en el Tokio de los puentes levadizos y el
puerto, el del barrio de Ginza, hoy área sofisticada y comercial en grado sumo.
La anfitriona liberal
En la novela, destacará la presencia del atlético
Shunkichi, el más joven del grupo, que rememora sus inicios en un cuadrilátero;
o el ensimismado y soñador Osamu; en todo caso son muchachos que se muestran
muy críticos con “el sufrimiento y la impaciencia de la juventud actual” y
tienen una inclinación estoica: “Ellos se habían acostumbrado a ocultar sus
sentimientos, y vivían un estoicismo extremo mordiéndose la lengua. Mostraban
un rostro alegre. Se sentían obligados a aparentar que no creían en la existencia
del sufrimiento en este mundo. Debían negarse a sí mismos”. Estos jóvenes
acuden a casa de Kyoko –para ellos “ese lugar es un refugio y un faro”–,
una mujer que gusta de juntar diferentes perfiles de personas, con
independencia de su clase social con tal de que le resulten seductores: “El
ambiente era tan liberal que podía confundirse con una casa de citas. Allí se
permitían todo tipo de bromas y hablar de cualquier disparate. Además, se podía
beber gratis sin necesidad de pagar nada”.
En ese ambiente
casi es de comuna, libre y desprejuiciado, se suceden las conversaciones y las
historias personales, pero, por supuesto, tratándose de un autor como Mishima,
lo más frecuente y obsesivo en la voz de los personajes es lo que tiene que ver
con la muerte; este término se repite de manera incesante en la novela, en
forma de pulsión e imán para esos jóvenes dentro del contexto social y
generacional específico al que pertenecen. Y, sobre todo, surge el suicidio
como asunto siempre cercano al que recurrir; por algo uno de los personajes se
enorgullece de haber “provocado” la muerte voluntaria de una familia entera y
el de siete personas. Se habla del “suicidio en pareja”, y en definitiva, se
van haciendo ostensibles los elementos característicos del narrador japonés, de
continua actualidad literaria y personalidad subyugante.
Publicado en La Razón, 16-III-2023