Se acaba de publicar en España una novela de una autora superventas en su país, Anne Stern: “La comadrona de Berlín” (editorial Maeva), sobre una mujer que se encarga de asistir el parto de una joven en el barrio judío, todo lo cual la llevará a emprender una investigación en los años veinte. Y es que días después el recién nacido desaparece, a lo que se añade la desaparición de otros niños que busca la policía. Así pues, se trata de una obra de intriga de ambientación histórica –en una ciudad que sufre la hiperinflación y la pobreza–, es decir, uno de los géneros estrella de la actualidad, a tenor de las ventas de libros de esta clase. En el caso de la berlinesa Stern, se dice que ha vendido más de doscientos cincuenta mil ejemplares en Alemania de sus libros, en los que ha contado las andanzas de una saga familiar histórica.
“La comadrona de Berlín” se abre con una significativa cita de un libro de 1932 de Irmgard Keun –también berlinesa y muy exitosa durante la República de Weimar, hasta que los nazis prohibieron sus libros–, perteneciente a “La chica de seda artificial”: “Amo Berlín, pero me tiemblan las rodillas y no sé qué comeré mañana, pero me da igual. Estoy sentada en el Josty en la Potsdamer Platz disfrutando de las columnas de mármol y de unas vistas estupendas. […] Solía vagabundear por la Leipziger Platz y por la Potsdamer. De los cines sale música […] Y todo es canción.” Dicha cita capta bien la fascinación que despertó y aún despierta la ciudad germana, a la que le ha dedicado un extenso estudio Sinclair McKay), que considera que no se puede entender el siglo XX sin entender Berlín. Lo explica en “Berlín. Auge y caída de una ciudad en el centro del mundo” (traducción de Victoria Gordo del Rey).
Bajo su punto de vista, y como reza el título del prólogo, “Toda ciudad tiene una historia, ¡pero Berlín tiene demasiada!”, esto se deja notar en su aspecto exterior, como si fuera un cuerpo desnudo que exhibe “sus heridas y cicatrices. Quiere que se vean. La piedra y los ladrillos de sus incontables calles muestran marcas, agujeros, quemaduras; recuerdos de las balas. Estos desperfectos son ecos de un enorme y sangriento trauma del que, durante muchos años, los berlineses fueron reacios a hablar sin tapujos”. Se está refiriendo el autor, claro está, a las consecuencias que trajo el hitlerismo y la Segunda Guerra Mundial. “La ciudad en sí hace tiempo que se curó, pero estas heridas aún no han cicatrizado”, añade.
Símbolo del Telón de Acero
McKay empieza su libro abordando cómo era el Berlín de 1919, es decir, el que estaba saliendo del desastre de la Gran Guerra y no tardaría en recuperarse, pues en la década siguiente se hizo un lugar paradigmático de la innovación y el vanguardismo en ámbitos como el arte, el cine, la arquitectura y la industria. Sin embargo, la irrupción de Adolf Hitler lo cambiará todo, dejando de ser una ciudad cosmopolita y exuberante que atraía a visitantes de todo el mundo, en parte, “por los elegantes edificios de apartamentos y los grandes almacenes futuristas de la década de 1920”. Sin embargo, la construcción más relevante acabaría siendo el Muro, que se comenzó a edificar en agosto de 1961.
Esta enorme construcción de hormigón armado separaría a la Alemania oriental de la occidental y cuya destrucción, en noviembre de 1989, vendría a simbolizar la caída del llamado Telón de Acero, término acuñado por Winston Churchill en alusión a la frontera geográfica e ideológica que nacía, después de la Segunda Guerra Mundial, entre los países que habían quedado bajo la influencia militar, política y económica de la Unión Soviética y los países occidentales de base democrática y capitalista. El levantamiento del Muro iba acompañado de una alambrada, y pronto, de un lado y de otro de la ciudad se presenció el trascendente trabajo: una frontera de entre tres metros y medio y cuatro metros de altura, con un foso y un sistema continuo de vigilancia consistente en alarmas, coches militares y patrullas con perros y demás recursos para intimidar a los que querían volver a sus amigos y familiares del otro lado.
Antes incluso de construirse, ya podía distinguirse su sombra, cuenta McKay, pues una revista satírica de Berlín lo profetizó cuando en 1946 “publicó una tira cómica en la que se representaba la ciudad biseccionada por unos ladrillos, con una figura que sujetaba una bandera estadounidense a un lado, y un hombre con la bandera soviética al otro”. Al comienzo, entre el oeste y el este se iba desarrollando “un enjambre de alambre de púas colocado en medio de los edificios de viviendas derruidos”. En concreto, fue a las 2.30 del 13 de agosto cuando las dos mitades de la ciudad se cerraron herméticamente la una contra la otra. “Bajo tierra, los trenes de la U-Bahn, que hasta entonces no habían dejado de deslizarse por la frontera, simplemente se detenían antes de llegar a ella. En las líneas norte-sur, continuaron pasando, pero sin pararse en las estaciones del sector occidental”.
145 km de hormigón
En la superficie, la línea del muro se hizo visible de forma progresiva, con 43 kilómetros de hormigón y vallas de alambrada a lo largo de la línea de la frontera interior este-oeste de la ciudad; “145 kilómetros se extendían en torno al perímetro de Berlín Oeste, impidiendo de este modo el acceso al campo de los alrededores, en Alemania Oriental. En muchos lugares, los muros cercanos al centro de la ciudad alcanzaban casi cuatro metros de altura, suficientes para disuadir a las familias divididas de volver a reunirse en cualquiera de los dos lados”. Según el autor, semejante muro no podía compararse con otros en la historia hasta ese momento, pues “el brutalismo modernista de esta variedad berlinesa en hormigón” era del todo nuevo. Incluso habría que hablar en plural, dado que “en algunas secciones centrales se construyeron parejas de muros en paralelo, formando dos líneas de hormigón en bruto que atravesaban la ciudad”, creando un extraño espacio vacío entre ellos. A este se le acabó llamando la «franja de la muerte». No era más que un hueco, pero “se iluminaba con focos y se rociaba de metralla si alguien ponía el pie sobre él para intentar cruzar al otro lado”.
Fueron veintiocho años en que Berlín quedó dividido. No obstante lo cual, el gobierno de la RDA veía que sus hombres más preparados huían hacia una sociedad de libre mercado, y entonces llegaría la determinación de cerrar buena parte de los puntos de paso que existían en la ciudad: sólo quedarían activos doce de los ochenta y uno que se extendían por Berlín. Se dice que tres mil de las cinco mil personas que intentaron cruzarlo fueron detenidas, pero otras lo consiguieron. La investigación de McKay le llevó a conocer testimonios reales y documentos desclasificados muy útiles para conocer la red de túneles que servían de refugio en la Segunda Guerra Mundial o aquellos otros que hicieron berlineses del Este, con conocimientos de ingeniería, “que partían de los sótanos de los edificios de apartamentos y atravesaban la frontera bajo tierra”. Además, los rumores decían que los nazis habían hecho un túnel en 1933, junto a la puerta de Brandeburgo, desde donde se podía pasar al este, pero era muy arriesgado frente a la férrea vigilancia de miles de agentes que trabajaban para la Stasi como informantes (el Ministerio para la Seguridad del Estado, órgano de inteligencia de la RDA creado en 1950 y disuelto el año de la caída del Muro); incluso las funciones de éstos rebasaban su territorio natural, ya que también eran conocidos por secuestrar a expatriados en Berlín Occidental y llevárselos de vuelta al este. Pero el Muro cayó, y la reunificación de Berlín y de todo el país pudo hacerse posible.
Publicado en La Razón, 30-IV-2023