Si alguien se distinguió por haber logrado convertir su obra narrativa en una demostración de la realidad psicótica de la URSS, ese fue Alexandr Solzhenitsin: estuvo once años en un campo de concentración por atreverse a cuestionar la censura rusa, y ello cristalizó en la trilogía “Archipiélago Gulag 1918-1956”, sobre su experiencia en la cárcel soviética y su testimonio de infinidad de torturas, apoyándose en entrevistas a doscientos veintisiete supervivientes. El libro impactó al mundo al ver cómo el sistema estalinista destrozó a tantos millones de personas, incluidos muchos simpatizantes de la Revolución bolchevique y el Partido Comunista. Tal cosa ocurrió con la familia de Tamara Petkévich, cuyo padre fue visto como un «enemigo del pueblo».
Esto derivó a que esta mujer, fallecida en 2017,
fuera detenida, en su etapa como estudiante de Medicina, acusada de actividad
contrarrevolucionaria y condenada a siete años de gulag, en Kirguistán y más tarde
en la República de Komi. Este cruel destino lo cuenta de modo formidable en
“Memorias de una actriz en el gulag” (traducción de Alexandra Rybalko Tokarenko), que vio la luz en 1993. Y es que
durante su encarcelamiento se aficionó al teatro, hasta tal punto que cuando se
la liberó se dedicó al mundo de la interpretación. Se trata de un testimonio de
importancia capital para entender, desde 1920, el calvario de la protagonista, cuyos padres se salvaron de milagro de
un pelotón de fusilamiento.
Es,
además de un libro precioso para conocer cómo era la vida en aquel tiempo en
una casa acomodada, gracias a las dotes de observación de Petkévich; para ver
cómo fraguaba el ambiente de represión entre la sociedad; conocer los
destierros y la colectivización de la propiedad agraria, que llevó al arresto o
ejecución de un gran número de campesinos ricos o “kulaks. Y, por supuesto, los
campos de trabajo y el gulag donde la autora padeció hambre y calamidades y que
podía resumirse en una frase de la página 218: “¡Nos habían robado la vida!”.
¿Y quién lo había hecho?, se preguntaba, y la respuesta no era otra que “¡El
Estado, las autoridades!”.