En 1304, en Arezzo, en la Toscana, nacía Francesco Petrarca –Dante lo había hecho en 1265 en Florencia, también en la misma región, por lo tanto– y, coincidiendo en el año 2004 con los setecientos años desde aquella fecha (murió en 1374), se analizaron los restos del escritor en Arqua, con el fin de reconstruir su fisonomía. Vito Wiel, doctor de la Universidad de Padua y responsable del proyecto que buscaba una imagen fidedigna del rostro del poeta, se propuso encontrar su cráneo. Pero, poco después, se llegó a la conclusión, gracias a las pruebas de ADN y carbono, de que la calavera hallada junto a los fragmentos óseos de Petrarca, eran de una mujer. Así, se dedujo que unos ladrones tuvieron que haberla robado, sustituyéndola por otra.
No fueron esas las únicas calamidades en relación con su cuerpo: se dice que en 1630 una tempestad destrozó parte de la piedra del féretro y que un fraile aprovechó la situación para llevarse un antebrazo; en 1843 el sepulcro fue restaurado, pero al poco tiempo otro desaprensivo se apropió de una costilla a modo de recuerdo, aunque luego fue restituida. Treinta años después, al maltrecho cadáver se le practicaría una exhumación para por fin ser trasladado al Palacio Ducal de Venecia, desde donde acabaría por volver en 1946 a Arqua.
En paralelo a estas desdichadas manipulaciones, la obra de Petrarca se ha mantenido viva durante los últimos siete siglos, generando un creciente interés; no en vano se le considera el revitalizador de la antigua cultura griega y romana, de lo cual se beneficiará Europa entera, de tal forma que el término acuñado de “petrarquismo” se convertirá en un concepto fundamental dentro de las reglas de imitación de la literatura de los siglos XV y XVI. En concreto, Petrarca escribió, aparte del poemario “Triunfos”, 317 sonetos, 29 canciones, 9 sextinas, 7 baladas y 4 madrigales, formando un “Cancionero” en constante evolución que inició en 1335, marcando el paso de la Edad Media a la Edad Moderna y haciendo conjugar lo cristiano y lo pagano.
Laura y vida en cartas
Cartas ficticias
Son, pues, algunas de estas cartas, “imaginadas como remitidas” y que parten desde sus tiempos de juventud, cuando era estudiante en Bolonia; todo empieza con una “carta proemial” con la que se presenta esta suerte de autobiografía intelectual, de clara impronta senequista. “Se impuso la consideración de lo breve de nuestras vidas. He temido sus asechanzas, lo admito, pues ¿qué hay más huidizo que la vida, qué más insistente que la muerte?”, dice a un supuesto amigo llamado Sócrates, mientras que a otro, real, Tommaso de Mesina, le escribe: “Con la muerte de alguien nace la simpatía de la gente y el final de la vida es el principio de una gloria, que raras veces se inicia antes”. Y al anciano jurista Raimundo Superano, en una epístola ficticia. “Parece propio de una locura extrema empeñarse en algo a lo que acaso nunca llegarás, que le cae en suerte a pocos o que, si lo alcanzas, te ayuda poco o quizá te perjudique mucho, y descuidaar por el contrario lo que puede estar a disposicioón de todos, ser últil más que nada y nunca dañoso”.
Es literatura parenética es este conjunto de cartas llamadas “Familiares”, en que Petrarca aprovecha para contarle a Giovanni Colonna, cardenal de la Iglesia romana, que ha viajado por Francia y Alemania. Cartas en que reflexiona sobre la dialéctiva y la elocuencia, sobre cómo el destierro sólo ocurre si uno sale de la propia tierra llorando, acerca de que “hay que huir de la chusma médica”. Cartas de consolación por el fallecimiento de parientes de gente conocida, como la madre del cardenal Guido, obispo de Porto, o aquellas otras, desde Aviñón o Milán, en que lleva a cabo retratos de personajes singulares, como el campesino y casero que lo acogió en Vaucluse. O cartas que reflejan su enemistad con la nobleza romana y feudal, lo que le lleva a romper relaciones con el cardenal Colonna.
Toda esta prosa, clara y apta para todo tipo de lectores, va creciendo hasta alcanzar las “Cartas de senectud”, en una etapa de desgracias para el poeta, que vio morir en 1361 a su hijo Giovanni y a un par de queridos amigos. En este periodo destacarán los mensajes a Boccaccio, uno en el “que el maestro le reñirá por negarse a creer en sí mismo y querer casi abandonarse a la autodestrucción”, dice Dotti, y uno último en que “lo critica con severidad y con bastante dureza por haber asumido una actitud de inadmisible descuido, y casi de burla, en relación con el estudio y el trabajo”. Es un Petrarca este consciente de que la vejez dota de un mayor sosiego y raciocionio, con la idea de que es absurdo llorar ante la muerte, pues supone el traslado a una patria mejor; y que “las letras no traban sino que ayudan a su poseedor discreto, no retardan la marcha de su vivir sino que la avivan”.
Publicado en La Razón, 11-XI-2023