El diccionario de la
Real Academia Española dice que el fascismo es el “movimiento político y social
de carácter totalitario que se desarrolló en Italia en la primera mitad del
siglo XX, y que se caracterizaba por el corporativismo y la exaltación
nacionalista”. Tal cosa la extiende, en su segunda acepción, a otros
“movimientos políticos similares surgidos en otros países”, y hasta a una
tercera: “Actitud autoritaria y antidemocrática que socialmente se considera
relacionada con el fascismo”. Otra cosa es cómo ese término se use en la
actualidad y que, en la práctica, sufrieron millones y millones de personas en
diferentes fases de la pasada centuria de forma extraordinariamente
sanguinaria, en especial, por culpa de Adolf Hitler y el partido con el que
ganó las elecciones alemanas, el Nacionalsocialista.
Visto así, podría parecer que, en
sentido estricto, se trata de un concepto del pasado, que tuvo un fin objetivo;
este podría ubicarse tras la Segunda Guerra Mundial y la derrota germana en 1945,
vencida por los Aliados democráticos. Pero una ideología política es
transversal y atemporal, y sólo hay que añadir el prefijo “neo”, de origen
griego y que significa “nuevo”, para definir algo novedoso y no obstante con
raíces conocidas, lo que hace surgir, en el caso del que nos ocupamos aquí, la
palabra neofascismo, que también registra el diccionario español designándolo
como un movimiento político posterior a dicha guerra basado en el pensamiento
fascista. Pues bien, ya tenemos localizado el palabro, ahora busquemos lugares
donde se ha desarrollado.
Y en eso tiene mucho que decir Pablo
del Hierro, que acaba de publicar “Madrid, metrópolis (neo)fascista. Vidas
secretas, rutas de escape, negocios oscuros y violencia política (1939-1982)”.
Se trata de un profesor
de Historia Global en la facultad de artes y ciencias de la Universidad de
Maastricht, en los Países Bajos, que ha investigado cómo la capital madrileña
fue el rincón en que algunos fascistas lograron cobijarse después de la
contienda bélica. Asimismo, irá exponiendo el modo en que los denominados
«frentes populares» que las fuerzas de la izquierda formaron, con vistas a las
elecciones políticas tanto en España como en Francia, al comienzo de 1936, fue
dando paso a la idea de un Frente Popular internacional “destinado a chocar con
la creciente marea fascista”, y en lo que según el escritor la ciudad de Madrid
desempeñó un papel central.
La
violencia de los skin heads
Las
investigaciones a este respecto no son nuevas. El mismo Del Hierro alude al
historiador Hugo García Fernández, que ya apuntó que un gran número de
políticos antifascistas se encargaron “de convertir la resistencia madrileña a
la ofensiva de los ejércitos franquistas en un símbolo que pudiera conectar con
las experiencias que otros izquierdistas en distintas partes del mundo estaban
viviendo en sus respectivas luchas contra el fascismo”. Es más, según algún
testimonio foráneo, el frente antifascista «comenzó en las trincheras de Madrid
y cubrió toda Europa y el mundo, sin dejar lugar para el silencio, la calma y
la neutralidad». Así, el autor contextualiza el fascismo en los años cuarenta,
con unos “gerifaltes franquistas que comenzaron a diseñar el futuro de la
capital de España con las calles aún llenas de cascotes”.
Del
Hierro expone un Madrid que conecta la victoria de Franco con la dispersión
fascista tras el año 1945, intentando por otra parte borrar cualquier atisbo de
simpatía por Hitler y Mussolini y definirse como una sociedad católica y
anticomunista. Sin embargo, el neofascismo se fue dejando sentir en la capital
hasta el fenómeno de los “skin heads”, violentos de extrema derecha que
asolaron las calles de las ciudades durante los años noventa sobre todo.
Justamente, el historiador da comienzo a su libro contando anécdotas personales
en las que sufrió el acoso de un grupo de estos neonazis en plena calle, lo que
le lleva a expresar el propósito de su estudio: un intento de explicar las
raíces de la presencia de la extrema derecha en Madrid, pero sin que ello empañe
“las muchas virtudes que tiene Madrid, pero sí aportar una serie de lecciones
que nos permitan a los madrileños evitar que eso vuelva a ocurrir en el futuro”.
El ultranacionalismo, el anticomunismo visceral, el racismo, el antisemitismo, el deseo de crear un Estado autoritario, la tendencia a encumbrar un liderazgo carismático, una fascinación por un pasado glorioso, un rechazo al proceso parlamentario, una creencia en la superioridad europea, una justificación de la violencia… Estos serían algunos de los rasgos que Del Hierro destaca de los neofascistas, que habían llegado a Madrid, ya en 1944. «La derrota definitiva del Eje un año más tarde aceleró la llegada a Madrid de muchos de esos militantes que habían apoyado abiertamente la causa fascista; esa “diáspora” se produjo en un contexto internacional tremendamente difícil para ellos, con un continente mayormente ocupado por los ejércitos aliados, determinados a capturar y enjuiciar a los máximos representantes del Tercer Reich», escribe Del Hierro.
Rutas
de escape hitlerianas
Ese
asentamiento fascista fue posible gracias a las llamadas “ratlines” o “rutas de
escape”. Se trataba de una estructura que se organizaba para apoyarse los unos
a los otros y que se extendía a grandes urbes de todo el mundo: El Cairo,
Santiago de Chile, Roma, Buenos Aires, Lisboa, Madrid, etcétera. En estos
lugares el fascista huido podía encontrar comunidades de expatriados con los
que sentirse protegidos y asesorados en su nuevo destino. Así las cosas, «la
experiencia de estos personajes en el exilio madrileño los lleva a extraer dos
conclusiones principales. Por un lado, que tienen que repensar el fascismo para
poder adaptarlo al nuevo contexto internacional que se iba delineando –sentando
las bases ideológicas del proyecto político que será posteriormente conocido
como “neofascismo”–. Por otro lado, que la única manera de reorganizar ese
proyecto político es estableciendo una cooperación que trascienda las fronteras
nacionales, es decir, transnacional».
En
este sentido, cabe decir que el inicio de la Guerra Fría benefició a muchos de
los integrantes de esta red de escapados de la Alemania derrotada, “ya que su
arresto dejaba de ser la prioridad de unos aliados plenamente centrados en la
lucha contra el comunismo. Es más, en el nuevo escenario internacional
numerosos oficiales en Washington y Londres empezaron a ver a estos fascistas
huidos como posibles socios”. Y ahí es donde entra de nuevo Madrid de forma
destacada, pues al no verse tan perseguidos, los neofascistas pueden centrarse
en reinventarse en el ámbito político. Es más, a este respecto nace en 1951 el
Movimiento Social Europeo (MSE), una alianza europea neofascista pensada para
promover el nacionalismo paneuropeo, con sede en Madrid a partir del año
siguiente. Sin embargo, sus miembros (policías, militares, diplomáticos,
empresarios, abogados, entre otros) tuvieron una trascendencia política
insignificante.
En
definitiva, Del Hierro se posiciona en una postura que comparte con otros muchos
historiadores en el sentido de que, lejos de eliminar por completo todos los
restos relacionados con el franquismo o la extrema derecha, lo más interesante
sería estudiar todo el contexto de tales restos. El objetivo sería poder ayudar
con eso a los madrileños y a sus visitante, apunta, “a comprender lo que supuso
este fenómeno y el impacto que tuvo en la capital”. Por supuesto, cabe hacer
esto con el máximo cuidado, hoy en día en que es tan fácil despertar
susceptibilidades, de tal modo que hay que evitar “a toda costa causar daño
adicional a las víctimas de la dictadura, o dar la más mínima impresión de
apología del neofascismo. Si fuéramos capaces de acercarnos a este objetivo,
podríamos impedir que el paso de la extrema derecha por la capital española se
olvidara, dando a las nuevas generaciones herramientas complementarias para
evitar que Madrid se volviera a convertir en un símbolo para la extrema derecha
internacional en el futuro”, remarca el autor.
Publicado en La Razón, 23-X-2023