Donatien Alphonse François de Sade, a más de dos siglos de su muerte, sigue siendo el mayor icono de la literatura erótica por mostrarse contrario a la moral burguesa y a todo lo que encorsetase la libertad sexual de hombres y mujeres, lo que le condujo a sufrir prisión en muchos periodos a lo largo de veintisiete años. De hecho, su propia vida giró en torno a orgías, acusaciones de perversiones sexuales y maltrato a prostitutas; en el juicio subsiguiente a esto último, se le condenaría a muerte y a que su cuerpo fuera quemado, pero entonces lograría escapar a Italia.
Desde el punto de vista literario, el escritor que inspiró la creación de la palabra sadismo –que desde 1834 aparece en varios idiomas– alcanzó el éxito con novelas como “Justine o los infortunios de la virtud”, donde quedaban justificados las violaciones, el vicio y los actos de violencia. La lujuria y la transgresión libidinosa destacaron, asimismo, en “Los 120 días de Sodoma o la escuela de libertinaje”, escrita en 1775, cuando Sade estaba encarcelado en la Bastilla, y en la que contó cómo unos hombres adinerados y libertinos –que representaban los cuatro poderes de Francia: un aristócrata, un eclesiástico, un banquero y un juez– se encerraban cuatro meses en el Castillo de Silling, en Suiza, para dar rienda suelta a seiscientas clases de placer, tras secuestrar a ocho muchachas y ocho muchachos, apenas unos adolescentes. Entre esas prácticas sexuales, se incluían asesinatos y todo tipo de iniciativas masoquistas, diríamos hoy.
«Es ahora, querido lector, cuando tienes que preparar tu corazón y tu espíritu para el relato más impuro que haya sido creado desde que el mundo existe». Así empezaba el autor “Los 120 días de Sodoma”, cuyo manuscrito, a raíz de la toma de la Bastilla, y tras descubrirse escondido y bien enrollado entre las piedras de la pared, fue pasando de mano en mano de varios coleccionistas de libros prohibidos en el siglo XIX –en medio de robos y envuelto en operaciones de contrabando– hasta que lo acabó custodiando un hombre llamado Gérard Lhéritier. Este «rey de los manuscritos», como era conocido, protagoniza el inicio de “La maldición del marqués de Sade” (traducción de Efrén del Valle), del estadounidense Joel Warner. El caso es que a Lhéritier se le acusó, en 2014, de haber perpetrado una estafa piramidal en el sector de la industria anticuaria francesa y agenciarse cientos de millones de euros por medio de la compra de papeles manuscritos históricos.
Un ejemplo asesino
Warner nos presenta a ese Sade carcelario como alguien de cuarenta y cinco años con una vida a sus espaldas “deleitándose en la depravación: participando en actos blasfemos con una meretriz, torturando a un vagabundo, envenenando a prostitutas, escondiéndose en Italia con la romántica compañía de su cuñada, encerrando a chicas y chicos en su castillo para satisfacer sus deseos sexuales y sobreviviendo por poco a un balazo en el pecho”. Ese hombre se volcaba en su manuscrito de siete a diez de la noche, para evitar miradas indiscretas durante el día, dada la naturaleza del texto, y “cuando llegaba al final de una hoja, pegaba otra debajo para crear un rollo cada vez más largo. Tras veintidós noches, le dio la vuelta al documento y siguió escribiendo. El resultado, después de treinta y siete días de trabajo, era un rollo formado por treinta y tres hojas de papel pegadas de un extremo al otro, con tan solo diez centímetros de anchura y casi doce metros de longitud”.
En verdad, aquellas minúsculas 157.000 palabras no podían leerse a menos que se contara con una lupa. Pero ¿cómo alguien cuya familia había hecho fortuna con el negocio textil y tenía una gran reputación entre la nobleza gala pudo acabar cayendo en delitos execrables? Tal vez todo empezó con la muerte de sus padres, tras lo cual se convirtió en tutor del joven vástago el conde de Charolais, cuyo uno de sus pasatiempos frecuentes «era disparar a los campesinos. Cuando se ponía celoso de su prostituta favorita, los atacaba a ella y a quienes anduvieran cerca. Y, según decían, envenenó al bebé que tuvo con ella y, una vez muerto, declaró: “¡Si esa bebida lo ha matado, ese niño no era mío!”». Se trataba de un ambiente, en definitiva, en que el individuo rico se creía indemne de las consecuencias que pudieran generar sus barbaridades.
Orgasmos “epilépticos”
Sería un día de 1768 cuando Sade llegó a uno de sus hitos psicopatológicos por los que al final sería puesto entre rejas. En una céntrica plaza de París, pidió a una vagabunda que fuera a su casa para que le hiciera de sirvienta y, una vez allí, la desnudó, la azotó hasta sangrar, le hizo varios cortes con un cuchillo y le vertió cera caliente en las heridas, explica Warner. Semejante monstruosidad hizo que las autoridades detuvieran a Sade y lo encerraran en un castillo medieval que se utilizaba como presidio. También, presa de sus histerismos violentos y obsesiones macabras, cuando por fin Sade «se aliviaba sexualmente, experimentaba un orgasmo similar a un ataque epiléptico, con convulsiones y gritos de dolor. Una de las mujeres que acusó a Sade testificó que, cuando alcanzó el clímax mientras la azotaba, soltaba “gritos muy fuertes y aterradores”».
Entre los mil detalles curiosos que va exponiendo el autor con respecto a esta obra, que sería trasladada al cine en 1975 por parte de Pier Paolo Pasolini, conoceremos que, por ejemplo, la vizcondesa de Noailles se llevaba aparte a sus invitados para mostrarles su última «adquisición: el rollo de “Las 120 jornadas de Sodoma”. El 29 de enero de 1929 había llegado a Berlín un escritor francés llamado Maurice Heine y, actuando en nombre de los Noailles, gastó diez mil marcos imperiales en la compra del manuscrito a Max Harrwitz», un editor y librero. Esta vizcondesa fue famosa por sufragar a los artistas surrealistas –quienes interpretaron la obra de Sade como una fértil inspiración para sus ejercicios de escritura automática– y por facilitar que se hiciera del libro una edición crítica en los años treinta. Sin embargo, más adelante la editorial sufriría la censura y sería llevada a los tribunales.
En aquella ocasión, muchos intelectuales defendieron al marqués, como Jean Cocteau y André Breton, si bien diciendo que “Los 120 días” tenía un “mérito ético”, pues Sade era “un moralizador que sacaba a relucir las verdades oscuras de la condición humana para que la gente pudiera protegerse de ellas”. Con todo, el juez halló culpable al editor de ofender la moral pública, le impuso una multa de doscientos mil francos y ordenó la destrucción de los textos incriminatorios, aunque una apelación presentada un año después llevaría a anular este castigo. Entonces, un día de 2002, Lhéritier, pujando por teléfono durante una subasta de Christie’s Nueva York por unas cartas de Einstein, encontró una retorcida manera de hacerse con la obra sádica, que también estaba a la venta. Eso significaba repatriar el manuscrito, y así lo celebró la prensa francesa, pero al final, como tan bien cuenta Warner, se destaparían las argucias mercantiles de este coleccionista, hasta que el Gobierno declaró el texto tesoro nacional y lo compró oficialmente.
Publicado en La Razón, 25-XI-2023