Es muy reciente el tiempo en que se escribía a mano en primera instancia o, aún más en fechas cercanas, se usaban máquinas de escribir para pasar las páginas a limpio o hacer un primer borrador directamente. Lo raro es que, en el siglo XXI, en que se vive de continuo frente a un ordenador para casi cualquier cosa, haya autores que sigan teniendo la costumbre de usar este tipo de máquinas, como hace aún Paul Auster. De hecho, hasta hay un libro que registra tal cosa, “La historia de mi máquina de escribir”, en que el artista Sam Messer pintó diversas veces la herramienta de trabajo del autor norteamericano, una Olympia con la que ha producido toda su obra desde la década de 1970.
Teclear ruidosamente una máquina de escribir se hizo una imagen canónica del periodista en la redacción de su medio de comunicación o del escritor entregado al resultado de su pulsión literaria en su propio hogar, y ello le ha dedicado una gran investigación Martyn Lyons. En efecto, acaba de aparecer en español “El siglo de la máquina de escribir” (editorial Ampersand), en que el autor capta la relación entre los escritores y sus máquinas desde 1880, cuando se inventó tal artefacto, hasta la década de 1980, cuando se impusieron en la vida cotidiana los procesadores de textos. Por poner un ejemplo curioso, mencionemos a Georges Simenon, uno de los narradores más prolíficos de todos los tiempos, que contó en sus memorias que su manera de enfrentarse a su máquina Remington era muy simple y breve: madrugaba mucho y se ponía a escribir, tan concentrado y con tamaño esfuerzo que hasta acababa sudando.
Esta novedad de Lyons podemos contrastarla con otra obra que analiza, justamente, el abandono de la escritura a mano, del lingüista y traductor José Antonio Millán (Madrid, 1954). Se trata de un trabajo de lo más oportuno, pues muchos se preguntarán, como apunta el ensayisa: «¿Quién necesita escribir a mano, si todo el mundo tiene ordenador o, al menos, un teléfono móvil? ¿Para qué gastar tiempo y esfuerzo en algo que sería tan inútil a estas alturas como enseñar latín? Si los padres guasapean a los hijos, y éstos chatean entre sí; si las empresas mandan y reciben correos electrónicos; si además cada vez se usan más mensajes de voz en vez de escribirlos, y encima existen programas que convierten fácilmente la voz en texto (como en la película “Her”), ¿qué necesidad hay de saber trazar a mano las letras?».
Historia del alfabeto
Este asunto es de vital importancia porque conecta con las formas de educación más temprana en los niños, en un sistema escolar que cada vez más recurre a tabletas o pizarras electrónicas. En cualquier caso, como apunta Millán, el Homo sapiens apareció tal vez hace 300.000 años pero empezó a escribir hace unos 5.000 años nada más. El autor viaja al Próximo Oriente y a la aparición del alfabeto latino, estudia la escritura privada y monumental romana hasta la caída del Imperio, estudia la escritura durante el periodo medieval y moderno y detalla “los distintos constituyentes que formaron parte del acto de la escritura: soporte, pluma, tinta, escritorio, mano y, por fin, todo el cuerpo del amanuense”. Mención aparte merece la sección que se le dedica a España, en torno al tiempo de la aparición de la imprenta, y a los manuales de caligrafía que difundió la imprenta, con sus consecuencias para la enseñanza, hasta concluir con la implantación de la letra ligada escolar.
La firma, la plumilla de acero, el bolígrafo, la máquina de escribir y el ordenador complementan un libro que se cierra con un apartado llamado “La encrucijada contemporánea”, que versa sobre lo que apuntábamos con respecto a las opciones que se plantean en la enseñanza de la escritura. Esto se hace más complicado en lenguas como la inglesa, tan dependiente de la fonética: «Se ha calculado que sólo el 25 por ciento de las palabras inglesas tienen una pronunciación que se deduce de la secuencia de grafemas. En esta lengua, 40 fonemas se representan utilizando un total de 1.120 grafemas. Eso significa que para aprender a escribirla hay que realizar un esfuerzo de memorización caso por caso muy similar al que tienen que hacer los japoneses cuando aprenden kanjis, los caracteres heredados del chino». En este sentido, con el español tenemos mucha suerte al coincidir su escritura con su lectura.
El libro de Millán, así, aborda el origen de la palabra alfabeto, que parte de las dos primeras letras griegas, alfa y beta, y de antecedentes semíticos. Asimismo, «a Pitágoras se atribuyó también la creación de la ípsilon, Y, que representaba un sonido como el de la u francesa. Esa letra en Roma se conocería como “y griega”». Este tipo de detalles se suceden a lo largo de todas las páginas, como el hecho de que la A ocupa el primer lugar del alfabeto por ser el primer sonido que pronuncian los recién nacidos.
Escritorios y caligrafía
En Roma se escribía con tinta sobre papiro o pergamino mediante el cálamo, que era una caña hueca acabada en punta, o también con el stilus sobre una tablilla encerada, escribe Millán, que añade que los ciudadanos romanos sabrían leer y escribir, “lo que no quiere decir que lo hicieran con frecuencia, ni muy bien, dado que tenían esclavos encargados de ambas tareas. Se ha calculado que menos del 10 por ciento de la población estaba alfabetizada”. Era una escritura de mera utilidad, pues se usaba en el ámbito militar para llevar a cabo órdenes, informes o asignaciones de tropas. En ese tiempo podemos ver “grafitis”, abundantes en Pompeya, que podrían denominarse mejor “escrituras informales”, a ojos de Millán, y donde se encuentra de todo: “lo elevado y poético y lo obsceno, lo amoroso y lo material, infinidad de nombres propios, anotaciones indudables de estudiantes y jóvenes, monólogos y diálogos, textos en latín, en griego y en etrusco, letras y dibujos”.
Por supuesto, Millán se encarga de indagar en qué significó la tinta para el periodo medieval y renacentista, la costumbre de utilizar escritorios, a partir del siglo IX, “cuando aparecen los escritorios inclinados, como los pequeños muebles en que los copistas trabajaban en el scriptorium. Su superficie y laterales les servían para apoyar las hojas y sostener los útiles de escritura”. Por cierto, la dirección de escritura (de izquierda a derecha o viceversa, o de arriba abajo) es únicamente un factor cultural, señala Millán, pues “no hay nada intrínseco en nuestra mano, en nuestro cuerpo o nuestro cerebro que haga que uno de estos sentidos sea mejor que otro”. Entonces llega el invento de Gutenberg, cuando los libros manuscritos habían llegado a cotas de belleza y legibilidad extraordinarias.
La escritura manuscrita se mantendría en lo epistolar, lo comercial, lo literario; también en la caligrafía, sinónimo de “escritura manual con arreglo a ciertas reglas” y luego con el sentido de “arte de escribir con letra bella y correctamente formada”. Alrededor de esto, cabe decir que los precedentes de los manuales de caligrafía están en Italia, y en España surgen con Juan de Ycíar y su “Ortographia práctica” (1548), que “hizo una demostración de la letra bastarda, que habría de tener gran éxito en España, hasta convertirse en su letra nacional”. Pero ¿quién hoy en día desarrolla mínimamente dicho arte caligráfico, posando los dedos sobre una pantalla o un teclado de continuo?
Publicado en La Razón, 16-XII-2023