Hay un ensayo de Ralph Waldo Emerson, titulado «La historia», donde se lee: «El estudioso ha de leer la historia activamente, no pasivamente: debe entender que el texto equivale a su vida, de la cual los libros son el comentario». El lector podría haber evocado esta frase, escrita un siglo y medio atrás aproximadamente, al conocer una novedad que la editorial Fórcola lanzó en el año 2012: «¿Qué es la historia? Reflexiones sobre el oficio de historiador», de José Martínez Ruiz, Azorín. En ella, el responsable de la edición, Francisco Fuster, hablaba de cómo el autor alicantino se alejó de la mera erudición para preocuparse por «cómo el historiador se convierte en narrador para construir un relato coherente a partir de lo que sólo era una montaña de datos».
Y es que el método lo es todo; de él depende que todo lector asimile la historia con fluidez y conocimiento. Para Azorín, tales asuntos tendrían de carecer de retóricas y contenidos superfluos, e ir a lo importante, a lo práctico y a lo comprensible. Por eso, en aquella serie de artículos de prensa recuperados que conformaban el libro, el autor de «La voluntad» optaba por un tratamiento de lo histórico que tenía una premisa principal: la historia es más subjetiva que objetiva, más esta otra, muy crítica con nuestro país, esto es, que la historia de España se conoce y se enseña mal; y, por último, que la historia, más que una ciencia, sería un «arte de nigromántico», es decir, algo relacionado con la magia negra.
El editor estructuraba el volumen muy apropiadamente en función de tres asuntos: la utilidad de la historia, el historiador como artista y las maneras en que se ha de escribir la historia. La «sensibilidad» del que escribe literatura tiene que ser similar al que escribe sobre los hechos pasados, insinuaba Azorín, porque también es «una aproximación a la verdad», «una materia fluida», cambiante. Y no podía ser de otra manera en una generación, la del 98, que siempre se preocupó de la España de ayer. «El pasado depende del presente», por lo tanto, pero no sólo para los especialistas, pues todo hombre, como diría Emerson, puede vivir la historia al completo en su persona.
¿Estadística objetiva?
Decimos todo esto a colación de cómo la historia, de un tiempo a esta parte y con una gran dosis de controversia, se ha hecho visceral cuando se han tocado asuntos concernientes a la Guerra Civil Española, a la posguerra y al franquismo, más si cabe al transformarse en ley política en torno a la denominada “memoria histórica”. ¿Dónde estaría la verdad en todo ello? ¿Habría más ciencia que nigromancia? ¿Aquella terrible realidad de dos bandos enfrentados es pasto para interpretaciones cambiantes según diferentes perspectivas historiográficas o uso de la información ya conocida u otra que pueda resultar novedosa? Y una cuestión más: el acceso a datos oficiales, fríos números que reflejan sucesos sin más ideología que la matemática, ¿también puede ser sospechoso de manipulación y tendenciosidad, o tal recurso ampara una objetividad indiscutible?
En principio, todo parece indicar que Miguel Platón (Melilla, 1949), periodista durante más de cuarenta años en medios como las agencias Europa Press o EFE, y diversos periódicos, revistas y emisoras de radio, ha hecho de la estadística la base para dar consistencia a su última investigación, “La represión en la posguerra”. Esto, naturalmente, no le ha servido para librarse de acusaciones de usar datos sesgados y cifras manipuladas, tomar fuentes parciales y estudiar los casos de unos quince mil ejecutados, es decir, de haber recurrido a la versión del gobierno de Franco. En cualquier caso, Platón, autor de otros estudios que tratan de Alfonso XIII, Primo de Rivera, el 11M, la Segunda República o el inicio de la Guerra Civil, ha accedido a documentos del Cuerpo Jurídico Militar, inéditos hasta 2010, y examinado los expedientes de condenados a muerte que, a partir de 1939, llegaron a manos de Franco para que decidiera la conmutación de la pena capital o se decantara por la ejecución.
Tales expedientes, un total de 22.337, estaban acompañados de tres libros-registro en que se veían anotados, “a mano, los nombres y principales circunstancias de los condenados. En total sumaban 24.949 nombres hasta el 30 de junio de 1960, a los que era preciso añadir 54 condenados más hasta noviembre de 1975. En total, por tanto, los auditores militares habían remitido a Franco 25.003 condenas a muerte”, escribe el autor en la introducción. Se trató, pues, de un gran descubrimiento, sobre el cual Platón obtuvo un primer conocimiento merced al coronel César Colis, que sabía de tamaña documentación guardada en Ávila, “capaz de resolver la más importante cuestión pendiente de la Guerra Civil española: la extensión de la represión efectuada en la posguerra”.
Pena capital o reclusión perpetua
Han sido casi seis años de trabajo en que Platón pudo comprobar que, por ejemplo, se especifica la conmutación de la pena capital en 12.851 casos hasta 1960, un poco más del cincuenta por ciento; este porcentaje de conmutados aumentaría con el paso del tiempo y, asimismo, cabe decir que según estos documentos, la última condena a muerte que aparece registrada lleva fecha del 18 de noviembre de 1975 y, prosigue Platón, corresponde a un soldado de Smara (Sáhara Occidental), Ángel López Trujillo, que sería indultado por Juan Carlos I. Aproximadamente, durante la posguerra los tribunales militares condenaron a muerte a 30.000 personas, de las que fueron ejecutadas la mitad, unas 15.000. Y aquí llegamos al quid de la cuestión, dado que “estas cifras son muy inferiores a las publicadas hasta ahora, ninguna de las cuales tenía soporte documental. Coinciden, sin embargo, con investigaciones locales rigurosas, como las efectuadas por la Generalidad de Cataluña y el Ayuntamiento de Madrid”, afirma el autor.
Al parecer, el elemento diferencial para acabar siendo ejecutado o no era si se habían cometido delitos de sangre, “bien como autor material, bien como responsable directo de su inducción. Si no existía prueba suficiente de esa responsabilidad, la pena era conmutada. Por dicha razón fueron indultados la gran mayoría de los mandos del Ejército Popular de la República, los Comisarios Políticos, los miembros de los Comités revolucionarios, los espías o los guerrilleros”. Un asunto relevante es, además, que las acciones de guerra no se consideraron actos criminales, lo cual llevaba a que la pena capital fuera sustituida por reclusión perpetua, equivalente a 30 años. Sin embargo, se fueron produciendo diversos indultos que llevó a que ningún condenado cumpliera como máximo una tercera parte más o menos de su castigo.
“La represión en la posguerra” cuenta con un prólogo del hispanista e historiador estadounidense Stanley G. Payne, que aborda lo que califica de «gran mito» basado en, por ejemplo, los cálculos de otro experto en esta etapa de la historia de España, el también norteamericano Gabriel Jackson. Este dijo en su día que los fusilados por los nacionales fueron unos doscientos mil, lo cual, siempre siguiendo lo examinado por Platón y que avala Payne, sería muy distinto en realidad. El investigador español explica cómo el proceso administrativo, burocrático, al que se tenía que enfrentar el preso, casi siempre por unanimidad; Franco se limitaba a confiar en los informes, a tenor por este otro dato: tras examinar más de 16.000 expedientes, Platón encontró solamente veintiséis casos en los cuales hubo discrepancia del Jefe del Estado: en diez de ellos se acabó realizando la ejecución, y en el resto se conmutó la pena capital, sobre todo en torno a los militares del Ejército Popular.
El mismo Platón, en un largo artículo publicado en abril de 2021, ya trató algo colindante a este libro, abordando el objetivo político del proyecto de Ley de Memoria Democrática del Gobierno de Pedro Sánchez, que a sus ojos pretendió “ocultar la responsabilidad del sindicato y el partido socialistas –la UGT y el PSOE– en el fracaso de la Segunda República Española (1931-36), periodo en el que los izquierdistas recurrieron al uso de la violencia”. Tal uso iría desde una rebelión armada contra el Gobierno en octubre de 1934, la manipulación del resultado de las elecciones parlamentarias de febrero de 1936 y el encubrimiento del asesinato del diputado José Calvo Sotelo, “efectuado por un pistolero socialista. También busca ocultar los crímenes que directivos y afiliados de ambas organizaciones llevaron a cabo durante la guerra: decenas de miles de asesinatos, torturas, violaciones y robos”. La polémica, con números oficiales o sin ellos, con historia objetiva o subjetiva, al modo de Azorín, no habrá duda de que está servida.
Publicado en La Razón, 31-XII-2023