Mauricio Wiesenthal es un barcelonés de infancia y juventud gaditanas, y ascendencia alemana, que un buen día, en edad muy madura, hizo resucitar el espíritu de la vieja cultura europea para multitud de lectores. Tal cosa se puso de manifiesto en su «Trilogía europea», compuesta por “Libro de Réquiems” (2004), “El esnobismo de las golondrinas” (2007) y “Luz de vísperas” (2008). Una querencia por el Viejo Continente que se hacía patente también en uno de sus libros más exitosos, «Orient-Express. El tren de Europa». El autor, así las cosas, ha destacado como un cultísimo analista del pasado, gracias a su erudición universal, y como un maestro para entender nuestro presente, lo que en su caso equivale a estar preparados para el futuro que nos espera. Asimismo, se trata de un autor de sesgo romántico, idealista, sensible a los valores cristianos y al legado grecolatino; un viajero por todo el planeta además desde muy joven, aparte de ser un experto enólogo, sobre lo cual publicó un mastodóntico diccionario.
Poco a poco, Wiesenthal ha ido desarrollando este sello propio a la hora de mostrar su insobornable independencia intelectual universal mediante libros misceláneos de saberes diversos, exploración histórica y crítica a lo peor que tiene hoy nuestra sociedad. Y es que este hombre de increíble erudición, de cultura infinita –pero como la que no tiene hoy casi nadie: una cultura activa, crítica, punzante, que interpreta el pasado y lo convierte en reflexión del propio presente–, volvía a la acción con otro libro asombroso, valiente, extremadamente interesante, llamado a provocar nuestra conciencia: ”El derecho a disentir”, en 2021, unos ensayos que mezclaban biografía y análisis de nuestra realidad. Wiesenthal es el rebelde que no huye cada segundo de lo acomodaticio y consabido, que nos empuja a pensar en lo que hacemos y lo que pensamos, en lo que sabemos en definitiva, y que bucea donde nadie se atreve, analizando con una audacia incomparable nuestro mundo hoy en día, regido por el materialismo vacuo y lo frívolo-instantáneo.
El mundo de ayer desde hoy
Si su maestro y faro intelectual y moral Stefan Zweig ya escribió y describió “El mundo de ayer”, y luego se quitó de en medio, Wiesenthal ha resistido, tomando el testigo de su legado europeísta, para poder llegar hasta el «mundo de hoy». Por eso, “El derecho a disentir” lo escribió, de algún modo, a lo largo de cincuenta años en el curso de sus viajes, estudios, clases, hasta conformar un testimonio crítico del tiempo presente. En él atacaba comportamientos que tienen que ver con la intolerancia, la petulancia, la ignorancia, todo lo que nos embrutece y nos lleva al salvajismo colectivo, consciente de que el racismo, los fascismos, el comunismo, la homofobia, el populismo y el nacionalismo se fundamentan en el odio a las diferencias.
Wiesenthal tan pronto es capaz de publicar una descomunal biografía de mil páginas sobre uno de sus poetas que más le han acompañado –“Rainer Maria Rilke (El vidente y lo oculto)”, 2015–, que un estudio portentoso de Tolstói, a partir de sus viajes, en plena URSS, titulado “El viejo león” (2010), o incluso una obra tan personal como “Siguiendo mi camino” (2013). Aquí, la experiencia íntima se intensificaba gracias a un puñado de canciones en diferentes idiomas que solía interpretar en público de joven, en hoteles, cafés, cruceros, apareciendo en aquellas páginas boleros, coplas españolas, romanzas rusas, zambas, tangos…
“Cantar fue una de las aficiones de mi vida que me ayudó a sobrevivir en mis años de bohemia”, decía en aquella ocasión, la enésima, en que fundió erudición, viaje, búsqueda de los maestros de la antigua cultura europea y romántica autobiografía. Y ahora, esta vida de escritor, en “Las reinas del mar”, la califica de «bastante aventurera, más divertida y laboriosa que segura, y mucho más arriesgada y tormentosa que rentable. Tampoco es raro, si pensamos que el oficio de escribir es quehacer de horizonte: que soñar de cielo, como las navegaciones». Dice al comienzo, tras un poético y emocionado recuerdo de la compañera de toda su andadura, que sintió que este era su último libro, pero conserva intacta la lozanía de su prosa, tan elegante y vívida.
La vida poética
Aparecen al arrancar ciertas escenas pasadas con una antigua pareja, en un camarote del famoso barco Queen Mary, con referencias orientalistas y perfumadas. Y una cosa llevará a la otra: a definir las diferencias entre capitán, comandante y comodoro en la Marina mercante, tanto como la historia de grandes transatlánticos célebres en el siglo XX, empezando, claro está, por el Titanic. Pero, sobre todo, se asoma la pulsión viajera y el ansia de libertad, de ahí que Wiesenthal diga: «Nunca quise llegar a Ítaca, porque me he pasado la vida huyendo de ella. Escapar fue el estímulo y el horizonte de mi existencia: salvarme de la tribu, de los caciques y costumbres locales, y de todo eso que llaman “dulce hogar”. Lo mejor de la vida es el camino y, si queremos que el viaje sea maravilloso, debemos navegar mar adentro y no andar con prisa».
El autor evoca sus lecturas de juventud –los clásicos Stevenson, Salgari o London, en su faceta marina– y siempre se recuerda, por así decirlo, a bordo de un barco, oteando en los puertos. Aún es el niño que dibujaba naves e inventaba islas hasta reconocer, entre tantas navegaciones, que «sé reconocer todas las “reinas del mar” en las que he viajado». Y es que, ciertamente, en casi todos sus libros hay rastros de sus viajes en barco: en Istria, Cornualles, Buenaventura, Jan Mayen, Marigalante, Hong Kong… Asimismo, son unas memorias que nos llevan a cómo se hizo escritor en los cafés de París, de Viena o de Madrid, en las universidades y bibliotecas de Europa, en los trenes y las pensiones; en definitiva, conociendo el mundo y empapándose de vida por doquier, aprendiendo de la literatura clásica. “En esas navegaciones y en esos caminos de gitano –¡a la rueda, rueda, a la nanita, nana, deja que mi verso cante y que yo te quiera!– encontré el espíritu de luz y de libertad que es, para mí, el único destino de la vida”, añade en este libro tan entusiasta como melancólico, tan poético como reflexivo, y que proporcionará al lector placer estético y conocimiento histórico, además de anécdotas como el momento en que, de niño, conoció en Antibes al escritor griego Nikos Kazantzakis.
Es, en última instancia, un canto al estudio y al saber, y al ser humano que es libre porque se atreve a pensar libremente, de tal modo que al citar a su padre surge un hombre admirable que le “educó en la idea de que la libertad sólo es un tesoro para quien obra y trabaja con conciencia responsable. No hay porvenir más tenebroso que el de los hombres y mujeres que –en una sociedad civilizada– menosprecian la luz de la escuela, la guía de los libros y la humildad del estudio”. Lo dice alguien que llevó a cabo muchos oficios modestos para mantenerse en ese espíritu de escritor libre, de no deber nada a nadie, para decir siempre lo que ha querido, para escribir libros que los defensores de lo políticamente correcto, o aquellos que no ven todo lo lírico que tiene la existencia y la memoria, jamás podrán entender.
Publicado en La Razón, 4-V-2024