El año pasado la editorial Arzalia publicó un libro excepcional por varios motivos, pues era el único en reunir una historia del socialismo totalitario “Escritores y artistas bajo el comunismo. Censura, represión, muerte”, a través de lo que pasó con escritores, periodistas, músicos, pintores o cineastas que sufrieron el yugo comunista. Lo firmaba Manuel Florentín, que había estudiado bien cómo la situación del escritor frente al poder político, que le vigila y le castiga si no se adapta a las normas de lo que se ha de decir en pos del bien general que dictan los gobernantes, tuvo su máxima expresión, por duración y contundencia, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
Los precedentes del sufrimiento de aquellos que alzaron la voz y fueron silenciados en este contexto ruso son ilustres, ya desde el siglo XIX, como Pushkin y Dostoievski, y se extienden a los que estudió Vitali Chentalinski en “De los archivos literarios del KGB”. Este logró desempolvar papeles secretos trayendo del pasado a «escritores y filósofos, ascetas y epicúreos, vencedores y vencidos», sacándolos del olvido y la ignominia hasta escribir «un relato verídico y documentado acerca de los avatares de la Palabra rusa durante la era soviética». El autor tenía claros sus cálculos: «Durante el periodo soviético fueron detenidos unos dos mil escritores. Cerca de mil quinientos perecieron en cárceles y campos de concentración mientras esperaban en vano que se los pusiera en libertad». Los casos son de sobra conocidos: Osip Mandelstam, en un campo de concentración por escribir un poema satírico sobre Stalin»; Isaak Bábel, fusilado; Andréi Platónov, con sus manuscritos confiscados; Borís Pasternak, que renunció al premio Nobel ante las amenazas del gobierno; Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva, que padecieron la censura de sus escritos…
El trasfondo del libro, claro está, era político, y se seguía la pista de innumerables intelectuales o artistas que “defendieron la libertad de expresión y de creación en los países comunistas. Que defendieron la democracia, y un verdadero socialismo igualitario frente a los sistemas jerárquicos y dictatoriales, frente al socialismo totalitario y los privilegios y abusos de poder de sus clases dirigentes”. Así, junto a nombres famosos, el lector encontraba otros como Lin Zhao, una poeta comunista desde joven que vio las atrocidades cometidas por el Gobierno durante la Revolución Cultural y que, a partir de ello, se hizo una voz disidente; al final, pagó su atrevimiento, pues en 1958 sería enviada para ser «reeducada» a un campo de trabajos forzados del Gulag chino.
La rica Xinjiang
En palabras de este periodista, corresponsal en las guerras de Yugoslavia y del Golfo, y en la invasión de Panamá, el comunismo fue “un sueño político en busca de una sociedad más justa e igualitaria. Pero el sueño se materializó en pesadilla para los que sufrieron los regímenes comunistas, ya que, desde sus orígenes, se impusieron como dictaduras de partido único, sistemas totalitarios y antidemocráticos que acabaron con todo tipo de libertades políticas, individuales y sociales”. Es así de sencillo y meridiano, y sin embargo, tal sistema aún perdura en cinco lugares: Cuba, Laos, Corea del Norte, Vietnam y China. Tahir Hamut Izgil es una de sus víctimas en este última país, y de ello puede leerse una extraordinaria crónica en “Vendrán a detenerme a media noche” (traducción de Catalina Martínez Muñoz), que obtuvo el National Book Critics Circle John Leonard Prize.
El caso de Izgil (Kashgar, 1969), que en la actualidad vive en Estados Unidos desde el año 2017, es particular, pues es un poeta, además de cineasta, en lengua uigur. Se trata de un pueblo uigur, residente sobre todo región de Xinjiang, en el noroeste de la nación –rica en reservas de petróleo, carbón y gas–, que ha sido sometido, por parte del Gobierno chino, a todo tipo de vejaciones y vigilancias. El propio autor, dadas las circunstancias, intentó viajar al extranjero en 1996, pero se le detuvo y torturó; pasó tres años en uno de esos campos llamados de reeducación, lo cual se convirtió en algo habitual para esta población de fe musulmana (que consta de unos doce millones de seres humanos), que podría perfectamente protagonizar las páginas más preclaras del estado de control y culpabilidad kafkiano que imperó en el siglo XX y aún perdura.
Como ejemplo de ello, véase este pasaje: «Por lo que llegaba a mis oídos, tanto en Urumqi como en Kashgar las detenciones afectaron primero a individuos devotos, gente que había estado en el extranjero y gente que vivía al margen del sistema estatal. Luego los objetivos se fueron ampliando poco a poco. Aun así, el criterio de las autoridades seguía siendo un misterio. Todo el que preguntaba a la policía por el motivo de su detención recibía la misma respuesta: “Su nombre está en la lista que nos han enviado”. No teníamos forma de saber si nuestro nombre aparecería en la lista y cuándo. Vivíamos todos con esta incertidumbre atroz».
Detenciones arbitrarias
Este tipo de detenciones sorpresivas ya se apoyan en la tecnología, herramienta perfecta para maniatar aún más si cabe al individuo indefenso frente al poder absoluto y despiadado. El escritor menciona, en este sentido, que existe en China una base de datos mediante la cual la policía marca la ficha de todo ciudadano al que se considera peligroso, de modo que en cuanto la persona en cuestión pasa su carnet de identidad por algún control policial, queda detenida al instante. Izgil cuenta así el proceso de entrar en una comisaría y la forma en que se entera o no de ello la familia del detenido, en especial a causa de los denominados delitos políticos. Pero, un mal día, lo que ocurrió es que empezaron a sucederse las detenciones en masa y empezó a desaparecer la gente a la que, en principio, se enviaba a «estudiar». Según algunas fuentes, un millón de personas han sufrido una detención arbitraria en campos de internamiento y prisiones de Xinjiang en los últimos años.
Así, estas “Memorias de un poeta uigur sobre el genocidio en China”, que cuenta con una introducción de Joshua L. Freeman, historiador cultural de la China del siglo XX y especialista en literatura uigur, nos hablan del modo siniestro en que China maltrata a los uigures, poniendo el foco en los intelectuales en China. De hecho, como hace cualquier régimen represivo, la lengua uigur se marginó en el sistema educativo para socavar su identidad y memoria. Izgil habla de un conocido suyo que se atrevió a hablar en internet de la situación de sus conciudadanos y cómo sus actividades llamaron la atención del Gobierno chino. De esta manera, la policía lo invitaba asiduamente a «tomar té», es decir, se lo llevaban para interrogarlo o intimidarle. Es más, en periodos en que China estaba más expuesta a la opinión pública, como en los Juegos Olímpicos en Pekín en 2008, cuenta el autor que las autoridades enviaron un mes de «vacaciones» a la familia de ese disidente.
El autor apreció una intensificación de tales detenciones en 2027: “Me produjo la descorazonadora sensación de que se avecinaba una catástrofe para el conjunto de los intelectuales uigures”. Entonces se preparó para ello revisando sus archivos del ordenador, borrando “hasta el último documento, vídeo, imagen o grabación que la policía pudiera utilizar como pretexto” y ordenando a todos los empleados de su oficina que hicieran lo mismo. Eran documentos como la traducción de un manifiesto de otro opositor al régimen que reclamaba democracia y libertades civiles en China. Estamos hablando de un contexto que presenta a la líder uigur en el exilio, Rebiya Kadeer y con campañas de represión cuyos nombres ya lo dicen todo, como la conocida como «Mano Dura», dirigida, siniestra e irónicamente, contra «el extremismo religioso, el separatismo étnico y la violencia terrorista».
Este castigo gubernamental se materializa de variadas formas aparte de detener y condenar a gente inocente: “Se demolieron las viviendas de los uigures y se confiscaron sus tierras. La vida cultural y las prácticas religiosas uigures se prohibieron de forma gradual a la vez que los uigures se enfrentaban a una discriminación creciente en la vida cotidiana”. ¿El pretexto? El hecho de que el Gobierno chino dice que los uigures son una amenaza por sus aspiraciones de separatismo y supuestas prácticas terroristas, lo cual hace culpable a todo este pueblo por entero, tan desconocido para Occidente pero que con textos como “Vendrán a detenerme a media noche” tienen un potente altavoz para hacerse notar en el mundo.
Publicado en La Razón, 25-V-2024