El siglo XIX es el momento para la literatura en que surgen autores que son algo así como empresarios de su propia obra, disciplinados escribidores, como Honoré de Balzac, que trabajaban sin descanso y del que los hermanos Goncourt –que llevaron al alimón un diario en que reflejaron el ambiente literario parisino– dijeron lo siguiente: «Tal vez sea el más grande hombre de Estado de nuestro tiempo, el único que se haya sumergido hasta el fondo de nuestro malestar, el único que haya visto con perspectiva distanciada el desequilibrio de Francia desde 1789».
Este gigante de incansable dedicación a las letras era contemporáneo de otra figura igualmente colosal, que entraba en casa de los Goncourt luciendo todo su encanto, su don de gentes, su éxito apabullante por doquier: «Viene de Austria, Hungría, Bohemia… Habla de Pest, donde ha sido representado en húngaro; de Viena, donde el emperador le ha cedido una sala de su palacio para dar una conferencia; habla de sus novelas, de su teatro, de las obras suyas que no se quieren representar en la Comédie-Française», se lee en una entrada del diario de 1866.
Este hombre siempre jovial y con «un yo enorme, un yo a imagen del hombre, pero desbordante de bonachería y chispeante de ingenio», sigue minusvalorado en los manuales de historia de la literatura, pero sus obras no dejan de traducirse y adaptarse al cine. Es Alexandre Dumas (Villiers-Cotterêts, 1802-Puys, 1870), nacido en el seno de una familia en que la desgracia sobrevino pronto: el padre, oficial en las fuerzas armadas revolucionarias, moría por envenenamiento en una cárcel italiana tras haber sido hecho prisionero; desde muy pequeño, a Alejandro no le quedaría otra opción que ponerse a trabajar, hasta que a los veinte años, gracias a un empleo como copista en la cancillería del duque de Orléans, disponga de lecturas y motivos para comenzar a escribir.
En primer lugar, siguiendo la moda romántica de la época —obtuvo un primer éxito con la pieza teatral “Antony” (1831)—, y luego probando tantos géneros que resulta imposible hallar dos fuentes de información similares sobre el número de libros que publicó a lo largo de sus productivos sesenta y ocho años, que incluyeron un matrimonio con una actriz en Florencia en 1840, donde vivió una temporada.
Popularidad “vergonzosa”
Con una rapidez y una habilidad pasmosas, Dumas iría adquiriendo una técnica de trabajo diario tan meticulosa y fluida que pronto se ganaría la confianza de los directores de prensa más importantes de París. En este sentido, Arnold Hauser, en “Historia social de la literatura y el arte”, dijo que a partir de 1840 los periódicos empezaron a ganar lectores gracias al “roman feuilleton”, la novela por entregas: «Las lee todo el mundo: la aristocracia y la burguesía, la sociedad mundana y la intelectualidad, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, señores y criados».
Balzac o Eugéne Sue fueron algunos de los autores más aclamados y que más beneficios económicos consiguieron con este tipo de colaboración, pero el que ganará más dinero, entre 200.000 y 300.000 francos al año, será Dumas, que enseguida entendió la necesidad de recurrir a «negros» que le ayudasen a satisfacer la demanda de unas tramas atractivas y sencillas; en su caso, setenta y tres empleados que escribieron una impresionante cantidad de páginas y entre los que destacó el historiador Auguste Maquet. «No bebe vino, no toma café, no fuma nada: es el sobrio atleta del folletón y de las cuartillas», apuntaba Edmond de Goncourt en un pasaje en que lo describía como «una especie de gigante» que tiene «algo de charlatán y de aprendiz de viajero de “Las mil y una noches”», y que siempre habla de él mismo, pero «con una vanidad de niño grande que nada tiene de molesta».
Una mirada hacia el autor que compartió Flaubert, que en una carta a Louise Colet de 1846, tras enviarle esta una en que describía a Dumas entrando en casa de Pierre-Jean de Béranger —un poeta y autor de canciones políticas muy popular—, decía haberse reído mucho de la escena, aprovechando para retratarlo. «¡Qué buen tipo ese Dumas! ¡Y qué distinción de modales!», decía aludiendo a que este había visto allí a una dama en camisón, sin duda aliñando el incómodo momento con alguna ingeniosidad galante. «¿Sabes que ese hombre, si carece de estilo en sus escritos, lo tiene en su persona, y rabiosamente?», añadía, para lamentarse ipso facto de que su «hermosa disposición» había caído muy bajo: «¡La mecánica! ¡La mecánica! Producir lo más barato posible, en la mayor cantidad posible, para el mayor número posible de consumidores. No le leían tanto cuando escribía “Angèle” —se refería Flaubert a una pieza teatral de 1833—. Ahora le lee todo el mundo». Y todo lo remataba afirmando que, «por mucho que se diga, hay, hasta en las artes, popularidades vergonzosas; la suya entre otras».
Literatura fabricada
He aquí, pues, el nacimiento de la literatura como cadena de fabricación: «La obra literaria se convierte en “mercancía” en el sentido más absoluto de la palabra; tiene su tarifa de precios, se confecciona según modelo y se entrega en fecha fija», afirmaba Hauser. En el folletín Dumas dejaba en suspenso la trama para avivar la curiosidad del lector, que disfrutó en los años cuarenta del siglo XIX de “El conde de Montecristo” y la trilogía formada por “Los tres mosqueteros”, “Veinte años después” y “El vizconde de Bragelonne”. Y es que su vida misma se asemejó a las características del género folletinesco: dramatismo y escenas insólitas y emocionantes rodeadas de problemáticas y amores promiscuos.
Siempre derrochando y acuciado por las deudas pese a sus cuantiosos ingresos, como en el caso de Balzac, Dumas comenzó una serie de huidas a Bélgica e Italia que no le alejarán de sus iniciativas culturales parisinas —su propio teatro o el diario “Le Mousquetaire”— aunque, al final de su existencia, se instale en Génova durante cuatro años apoyando la causa de Guiseppe Garibaldi, sobre el que escribió un libro antes de hacer su definitiva vuelta a Francia, donde se le nombró director honorario de Bellas Artes. Su poderoso prestigio popular llegó a ser intachable, y no solamente por sus novelas de aventuras, sino por sus relatos fantásticos, sus memorias en veintidós tomos e incluso sus escritos gastronómicos, a lo que se añadirían sus páginas biográficas e históricas.
Entre sus títulos más leídos y adaptados a la pantalla, está por supuesto el que protagoniza Edmond Dantés, encerrado de forma injusta y miserable en el castillo de If en “Le comte de Montecriste” (1844): «A fuerza de repetirse a sí mismo, a propósito de sus enemigos, que la calma es la muerte, y que el que desea castigar con crueldad necesita de otros recursos que no son los de la muerte, cayó en el horrible ensimismamiento que ocasiona la idea del suicidio», se lee al comienzo. Pero en la narrativa de Dumas siempre vencen las ganas de luchar y vivir. Y así, el marino ultrajado de Dumas terminaría disipando su tentación suicida tras hallar consuelo en el abate Faria, haciendo bueno un aserto que dijo en una ocasión el escritor: «El mayor delito es el suicidio, porque es el único que no da lugar al arrepentimiento».
Publicado en La Razón, 6-VIII-2024