«El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente.» Así empieza el cuento de Jorge Luis Borges «La biblioteca de Babel», en que llevó a la literatura su pasión lectora mediante un lugar soñado que contendría todos los libros en todos los idiomas. Entre los autores contemporáneos, nadie como el argentino ha conseguido crear de la biblioteca todo un símbolo y un misterio, de tal forma que no extraña que uno de los epígrafes del trabajo de Edward Wilson-Lee “Memorial de los libros naufragados. Hernando Colón y la búsqueda de una biblioteca universal” (Ariel, 2019) perteneciera a ese relato de 1941.
Aquí veíamos al hijo del descubridor de América, que llevaba ya treinta años enterrado, Hernando Colón, en su lecho de muerte, y a sus allegados leyendo su testamento. «El principal heredero de su fortuna no era una persona, sino una maravillosa creación suya: su biblioteca. Como era la primera vez —de la que se tenga memoria— que alguien en Europa dejaba su riqueza terrenal a un conjunto de libros, el acto en sí debió de ser un tanto desconcertante», escribía Wilson-Lee. Sin embargo, aún más raro era que dicha biblioteca no estaba compuesta por el conjunto de libros que podría esperarse de derecho, teología o filosofía, sino que la integraban obras de autores desconocidos, folletos, baladas pensadas para ser pegadas en las paredes de las tabernas, estampas o música impresa, todo lo cual podría perfectamente ser tirado a la basura por parte de sus descendientes.
Pero ese material tenía un sentido para Hernando Colón: «estas cosas no tenían precio porque lo acercaban a su objetivo de crear una biblioteca que lo abarcara todo, con el fin de convertirse en «universal» en un sentido nunca antes imaginado». Por si fuera poco, había diseñado unas estanterías inéditas para la época, un sistema enrevesado de vigilancia del lugar y hasta una guía para la biblioteca con símbolos jeroglíficos que acababan proponiendo diferentes recorridos por ella. Había arcones llenos de documentos, códigos en colores para diversas clasificaciones, catálogos de nombre llamativo, el que más, el llamado «Memorial de los libros naufragados», e inventarios con cientos de listas de cosas enigmáticas.
La biblioteca de los Colón
A la muerte de Hernando, su biblioteca desaparecía parcialmente, por culpa de la Inquisición o el desinterés por salvaguardar tamaño legado, y sus 15.000-20.000 ejemplares iniciales se redujeron a menos de cuatro mil; estos se conservan en Sevilla, aparte de los libros esparcidos en colecciones particulares de libros antiguos. Para todo aquel interesado en la biblioteconomía y documentación, este libro era realmente interesante, pero no faltan estudios sobre este ámbito, el último de los cuales es “Bibliotecas. Una historia frágil” (traducción de Enrique Maldonado Roldán), de Andrew Pettegree y Arthur der Weduwen.
Los estudiosos, que por supuesto tratan el caso de Colón, analizan el papel de las bibliotecas y de los individuos que las crearon echando un vistazo panorámico a la historia, puesto que viajan al mundo antiguo y alcanzan nuestra actualidad, certificando, como pasaba en el caso de Hernando Colón y otros muchos, que las bibliotecas son territorios frágiles. Por eso el libro explora cómo han ido sobreviviendo al albur de los tiempos y cómo han supuesto en cierta forma un pegamento social al constituirse en lugares para todo el mundo, más allá de que muchas pertenezcan al coleccionismo privado. El lector conocerá algunas de las colecciones más renombradas o los sistemas de bibliotecas más llamativos que se han llevado a cabo, y sobre todo el “peligro” que encierran, al ser un recodo de conocimientos que el poder político quiere controlar, cuando no destruir.
Bellos libros en Oriente
“El fuego, la desatención, los abordajes de los piratas, los herederos desagradecidos, los sobrinos descuidados…: la transición de una biblioteca de herramienta de trabajo a monumento intelectual está salpicada de tantos escollos que no es de extrañar que sean pocas las colecciones que sobrevivieron para conmemorar un estrato del coleccionismo que fue, en su tiempo, esencial para la historia de las bibliotecas”, apuntan los autores. Estos han entendido que las bibliotecas han debido adaptarse para sobrevivir, y destacan la red francesa de “médiathèques” y el hecho de que las bibliotecas universitarias, “atendiendo a las exigencias de los estudiantes, son ahora en la misma medida centros sociales y lugares de trabajo, y el silencio catedralicio que las caracterizaba es algo del pasado”.
Pettegree y Der Weduwen citan, inevitablemente, la famosa Biblioteca de Alejandría y ponen el acento en algo sorprendente: el Imperio romano no hizo apenas ninguna contribución en este campo; se limitó a crear una transición progresiva de los rollos de papiro a los libros de pergamino como medio de almacenamiento, leemos. Y es que el pergamino, realizado con piel de animal, era más resistente, y así llegó al medievo, dando forma a hermosos libros manuscritos. De este modo, el libro nos deparará mil y una curiosidades de tinte histórico, como cuando a comienzos del siglo XIX, Napoleón recurrió a Stendhal para seleccionar los ejemplares que pasarían a engrosar la Biblioteca Nacional de Francia y que se habían extraído de bibliotecas de Italia y Alemania.
Entre otras muchas virtudes de este gran trabajo, cabe destacar que los autores atienden no sólo Occidente, sino otras culturas, como aquellas que vieron cómo los califas de Bagdad, Damasco o El Cairo reunieron bibliotecas que acabaron siendo muy famosas en el mundo islámico por su enorme tamaño. Tal cosa atrajo “a los mejores calígrafos para incrementar estas colecciones y sedujeron a los eruditos para que las visitaran. (…) En Persia, India y China, el coleccionismo de delicados manuscritos –embellecidos con elegantes decoraciones, suntuosos colores y una caligrafía magnífica– era pasatiempo predilecto de príncipes y emperadores”. Y a eso hoy se han reducido las bibliotecas antiguas: en lugares que fotografiar y mostrar en las redes sociales mientras los libros acumulan polvo sin encontrar lectores.
Publicado en La Razón, 10-VIII-2024