Nada más empezar el primer capítulo, en que se combinaba tanto el deseo sexual como el impacto de una enfermedad y lo mortuorio, estuvo claro que estábamos ante una narración intensa, de gran ahondamiento psicológico. Así fue La amante ciega (Altamarea, 2022), el contundente debut narrativo de Emili Albi (1979), director editorial de un sello de no ficción y autor de dos poemarios en catalán. En la novela, que iba presentando asuntos considerados tabúes, el lector podía sentir, intrigado hasta la última página, los acontecimientos que llevaban al protagonista a padecer una angustia que se recreaba de una manera magníficamente vívida.
Así, Ernesto, padre de familia, con un matrimonio en horas bajas y responsable de una galería de arte, había de verse, a veces de forma voluntaria, como si tuviera un instinto autodestructivo, en varios flancos peliagudos: el chantaje de un viejo conocido de su padre, que destapaba que su negocio de arte antaño no era del todo limpio, la enfermedad terminal que sufría su hermana, y un ámbito realmente muy novedoso en lo literario: la asistencia sexual a los enfermos incapacitados.
Albi era muy valiente al incursionar en ello, y conseguía que el galerista, con la fuerza de su voz, a lo largo de sus encuentros y decisiones complicadas, conectase con el lector casi como si de un thriller se tratara. De tal modo que La amante ciega acababa siendo el desarrollo de una investigación propia y un descenso al mundo de las falsificaciones, con la sombra de un legado paterno que de repente se volvía. Un detalle a destacar era, además, que en muchos pasajes, el uso de la segunda persona y el léxico porteño daba una gran riqueza al texto, mientras que lo menos conseguido sin duda era que la serie de casualidades que iban arrastrando al protagonista a su particular peripecia podía parecer algo exagerada.
Pues bien, dos años después, Albi entrega un libro emocional y familiar, en que se recuerda al padre con cariño, nostalgia y cierto rencor, logrando un texto conmovedor y tierno que despierta empatía. De esta manera, vuelve a hacer protagónico el rol paterno, encarnado en Emilio Albi Ibáñez, catedrático de Hacienda Pública y Derecho Fiscal. Tal cosa es una oportunidad introspectiva para el narrador, desde le memoria dolorosa, al recordar antecedentes familiares, sesiones con un psicólogo o referencias a sus hijos o a su exmujer, a partir de un primer párrafo muy prometedor. Desde ese instante el lector se adentrará en un terreno intimista, en que la voz de Albi junior parece estar hablando a su padre de forma directa, aún a su lado de alguna forma, y en que es tan crítico con él como consigo mismo al decir que él mismo tampoco fue «un gran hijo».
La sinceridad del autor lo lleva a realizar un ejercicio personal para exorcizar sus demonios y, tal vez, sacarse una obsesión de encima, y de lo particular se va a lo general por cuanto la experiencia del escritor converge con la de cierta generación de españoles, nacidos en plena posguerra y no acostumbrados a mostrar sus emociones ni expresar cariño. Constituye el texto, así pues, un homenaje a este hombre —quizá hay algunos aspectos en ello que son importantes para el hijo pero menos para el lector—, un anglófilo empedernido que vivió un tiempo en Inglaterra, y a la vez una exploración de lo que llama «sentimientos y conceptos inefables»; todo lo cual conduce a una suerte de «carta al padre» kafkiana, desde el amor y la dependencia pero, también, desde la desazón de ser un niño que nunca mereció un simple beso de su progenitor.
Publicado en Zenda, 10-IX-2024