domingo, 6 de octubre de 2024

La desolación por las huellas de la guerra


Los más de veinte años que Putin lleva dominando la escena política han llegado a su clímax con la guerra declarada a Ucrania. En parte, el motivo es el de no haber aceptado que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas quedó quebrada por su disolución, algo que él mismo calificó como la mayor catástrofe política del siglo XX (si bien a día de hoy podría no pretender resucitar la URSS al significar tal cosa entrar en guerra con la OTAN en pos de recuperar las repúblicas bálticas). Con todo, se intuye que nunca ha podido asumir que la nación soberana ucraniana tomara su propio rumbo; en un texto que publicó en 2021, “Sobre la unidad histórica de los rusos y los ucranianos”, Putin decía que Rusia había sido víctima de un robo cuando Ucrania se independizó de la URSS en 1991. Su argumento era que estos dos países son un «solo pueblo».

El político se revestía de historiador con este tipo de consideraciones, aunque no estuviera preparado para ello, porque tanto a los ucranianos como a los historiadores les chirriaron sus opiniones sobre esa parte, podríamos decir, del pueblo ruso, Ucrania, que tiene una realidad mucho más compleja de la que él presentó. Se trata de una nación multilingüe, en la que el ruso es solamente una de sus lenguas, y multirreligiosa, dado que la Iglesia rusa no es el único credo ortodoxo imperante allá. «Lo cierto es que para él no sólo los ucranianos no son un pueblo verdadero, sino que Ucrania no es un verdadero país. En la víspera de la invasión, afirmó rotundamente que Ucrania no es nada más que una construcción artificial de la revolución, creada por la política bolchevique para las nacionalidades, y que, en este sentido, podría ser denominada “la Ucrania de Vladímir Lenin”», apuntaba Mark Galeotti, en “Tenemos que hablar de Putin. Por qué Occidente se equivoca con el presidente ruso”.

Esta “no” Ucrania va teniendo actualidad editorial mes a mes por medio de una gran cantidad de trabajos, que iría desde la ficción literaria hasta la investigación periodística o el texto testimonial. En el primer caso, hemos tenido novelas como “Abejas grises” (Alfaguara), de Andréi Kurkov, en que mezclaba opresión kafkiana y teatro del absurdo al presentar un pueblo dentro de la zona gris de Ucrania, que es fuente de disputa territorial en 2014 entre las fuerzas ucranianas y los separatistas prorrusos. En la obra, pese a ser de carácter satírico, se percibe el horror de las gentes que quisieron «marcharse en cuanto empezaron los combates; y lo hicieron, porque temían por su vida más que por sus propiedades, y el miedo más fuerte se impuso».

Las victimas culpabilizadas

La obra, de este modo podríamos entenderlo, proponía cómo cualquier víctima de una contienda armada es, “per se”, una suerte de héroe. Y algo parecido sugirió otro compatriota como Serhiy Zhadan al situarnos también, en “Orfanato” (Galaxia Gutenberg), en la región ucrania del Donbás invadida por Rusia. Lo hizo por medio de un profesor que emprendía una terrible búsqueda en pos de encontrar a su sobrino, de tan sólo trece años, que se hallaba en un orfanato. El problema es que estaba al otro lado del frente de guerra, de tal modo que el maestro tenía que superar el miedo que le iba embargando con frecuencia a lo largo de su andadura e ir sorteando distintos obstáculos desde que «en la ciudad, realmente sucede algo aterrador».

Junto con estos relatos novelescos, decíamos, hemos visto recientemente otros que investigaban diferentes situaciones en torno a Rusia-Ucrania, en especial un estremecedor libro que captaba una realidad terrorífica acerca de las violaciones que sufren las mujeres en la guerra. Así, Sofi Oksanen, en “Dos veces en el mismo río. La guerra de Putin contra las mujeres” (Salamandra) habló del «terror de la población civil, las deportaciones, la tortura, la rusificación, la propaganda, los procesos judi­ciales simulados, las falsas elecciones, la culpabilización de las víctimas, los flujos de refugiados, la destrucción de la cultura». Y muy en particular, de los casos que se iban documentando de los abusos de los soldados rusos, que en medio de la guerra se sienten impunes para perpetrar atrocidades a las mujeres.

Ahora, aparece un libro de lo más singular, “Un lugar inconveniente”, (traducción de Robert Juan-Cantavella), del escritor franco-estadounidense Jonathan Littell, cuya novela “Las benévolas” fue galardonada con los premios Goncourt y Gran Premio de Novela de la Academia Francesa de 2006, y el fotógrafo Antoine d’Agata. “¿Cómo escribir, pues, cómo fotografiar cuando no hay literalmente nada o casi nada que ver?”, apunta el narrador, refiriéndose en efecto a un lugar que por así decirlo no existe, o ha desaparecido, aniquilado por la masacre. El libro, constituido por 222 fragmentos, e ilustrado con un gran número de fotos de gran expresividad y calidad visual, partió de la visita que, antes de que Rusia invadiese Ucrania, los autores habían hecho a Babyn Yar, donde en 1941 se asesinaron a miles de judíos de Kiev.

Todo abandonado

Entonces, la guerra ruso-ucraniana estalló, y Littell y D’Agata siguieron sus pesquisas en la ciudad de Bucha, donde se perpetró un asesinato masivo de cientos de civiles en la ciudad ucraniana por parte de las Fuerzas Armadas Rusas, entre los días 27 de febrero y 31 de marzo de 2022. Asimismo, se lee: “Estamos a 8 de noviembre de 2022, el 258.º día de la guerra, y ya nada es igual, ni las ciudades de Ucrania ni las vidas de mis amigos ni las cuestiones que importan. Está claro que hablar de Babyn Yar sigue teniendo sentido, pero ya no es el mismo”. Eso lleva a Littell a hablar de este lugar en otra etapa funesta, cuando los ejércitos nazis invadieron la zona en 1941 para liquidar a la población. El total de víctimas se estima en unos cien mil, entre ellos 60.000 judíos y otras 40.000 personas.

El autor habla, por ejemplo, del Babyn Yar Holocaust Memorial Center (BYHMC), una fundación memorial privada, creada tras la revolución del Maidán por un grupo de oligarcas y hombres de negocios, sobre todo judíos. Describe de este modo lo que van observando sobre el terreno, haciendo un texto híbrido, a medio camino entre el diario, la crónica viajera y el artículo periodístico. “Me habían dicho: Babyn Yar es aquí. Pero Babyn Yar era un barranco, y aquí está todo plano. Qué curioso no-lugar, hasta los barrancos han desaparecido”. Eso ya en tiempos hitlerianos, cuando las excavadoras abrían agujeros para amontonar los cadáveres.

Ese ayer destructivo e inhumano tiene su reflejo en suelo eslavo este siglo XXI, ya sea describiendo edificios derruidos, un prisión psiquiátrica o una morgue. Todo está abandonado, de todo hay que suponer su vida anterior. “Las ciudades pequeñas y las aldeas ocupadas estaban en ruinas, se hablaba de violaciones sistemáticas, en todas partes aparecían fosas comunes, excavadas por voluntarios o por el ocupante”, leemos en torno a Bucha. Y es que la perseverancia de ver con los propios ojos lo ocurrido impera en todo el libro, aun cuando se les cierra el paso o se les prohíbe entrar en diversos lugares. Todo para, al fin y al cabo, enfrentarse a “escombros, desolación, una lóbrega tristeza”.

Publicado en La Razón, 7-IX-2024