miércoles, 20 de noviembre de 2024

La pandemia de la soledad

Jean Braudillard, en su texto «New York», dijo: «Aquí el número de gente que piensa sola, que canta sola, que come y habla sola por las calles es vaporoso. Sin embargo, no se aúnan. Por el contrario, se sustraen los unos a los otros y su parecido es dudoso. Pero hay cierta soledad que no se parece a ninguna. La del hombre que prepara públicamente su almuerzo sobre un muro, sobre la capota de un coche o a lo largo de una verja, solo. Esto se ve aquí por todas partes, es la escena más triste del mundo, más que la miseria. Más triste todavía que el mendigo es el que come a solas en público».

Pues bien, de todo eso Vivek H. Murthy tuvo hace unos pocos años una opinión muy fundada, producto de su trabajo sanitario, tanto en hospitales como en cargos de carácter institucional, que reflejó en «Juntos. El poder de la conexión humana» (Crítica, 2021), donde presentó la idea de que el mundo parece más conectado que nunca, pero la soledad se extiende como una epidemia, preguntándose: ¿cuál es el efecto que tiene en nosotros y cómo podemos tratarla, incluso en la distancia? Murthy afirmaba que la soledad constituye un problema de salud pública y que no es casualidad que, en algunos países, los gobiernos la hayan incorporado a sus agendas de trabajo, dado que constituye el origen y agente colaborador de muchas de las epidemias generalizadas, desde el alcoholismo y la drogadicción hasta la violencia, la depresión o la ansiedad.

Pero la soledad no sólo afecta a la salud, sino también a cómo viven nuestros hijos el colegio, a nuestro rendimiento en el trabajo y al sentimiento de división que reina en nuestra sociedad, y que la pandemia del Covid-19 puso de relieve más que nunca. De hecho, este médico de Harvard ayudó a liderar la respuesta nacional para hacer frente a varios retos de salud como el virus del ébola y del zika. Así las cosas, viajando por Norteamérica para analizar cuestiones como la obesidad, las enfermedades relacionadas con el tabaco, la salud mental y la vacunación como instrumento preventivo, se dio cuenta de que aparecía, de forma recurrente, otro asunto.

Se trataba de la soledad, según sus palabras, «la sensación subjetiva de carecer de los contactos sociales que necesitamos». Es esa sensación de sentirse desamparado o abandonado, lo cual no es incompatible con estar rodeado por gente, incluso, claro está, conviviendo bajo un mismo techo. Todo lo cual afecta a la salud de forma contundente, pues hay artículos de investigación que concluyen que la soledad se asocia a un riesgo más elevado de enfermedades coronarias, hipertensión, ictus, demencia, depresión y ansiedad.

Estar solo en las ciudades

De esta soledad pandémica, pero a la vez tan intrínseca a la naturaleza humana, habla Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) en «Mapa de soledades» (a la venta este día 9 de octubre), y con un carácter marcadamente literario. De hecho, empieza su libro aludiendo al uruguayo Horacio Quiroga, que buscó aislarse en la selva, lo cual conecta con su propia experiencia en Buenos Aires, ciudad  la que acudió hace un par de años y donde conoció, afirma, «una nueva forma de soledad: la que solo puede florecer en los limbos, en las salas de espera, en los periodos de cuarentena. La soledad que se asienta en el tiempo conjetural de las promesas». Así, seguimos los pasos de Bárcena, que cumple su anhelo de conocer el lugar donde vivió Quiroga, al que biografía en estas páginas.

De este modo, autobiografía, viaje personal, vidas literarias y ensayo se mezclan en busca de entender una palabra que persiguió al autor de manera constante: «soledumbre», que en su primera acepción de diccionario, «se refiere a un paraje solitario o vacío de presencia humana. Por ejemplo, un desierto. Por ejemplo, la cumbre de una montaña. Un océano sin barcos». Y es que, ciertamente, los lugares amplios, también llenos de gentes, como las ciudades, son «un espacio de anonimato. Bárcena reflexiona sobre ello a raíz de su experiencia en Madrid, Budapest, Roma o Ciudad de México, lo que le lleva inevitablemente a analizar tanto las soledades sufrientes como aquella soledad que, «cuando es elegida y no corre el riesgo de prolongarse en el tiempo, puede ser provechosa y hasta iluminadora».

El miedo a la invisibilidad del solitario, la soledad no como un accidente del individualismo, sino su consecuencia, la soledad de los abuelos, la vida de Pedro Serrano, que naufragó en 1526 e inspiró el personaje de Robinson Crusoe –que, por cierto, Daniel Defoe apenas hace que piense en su soledad–, la existencia en un monasterio o en ciertos ámbitos dentro de la cultura japonesa… De una gran cantidad de asuntos derivados del estar solo habla Bárcena: de la soledad más cotidiana como es la del hogar –«Si tantas amas de casa se han sentido y se sienten solas no es tanto por la naturaleza de su trabajo como por las condiciones de invisibilidad en que ese trabajo ha tendido a realizare»– o la soledad de la maternidad. En este sentido, el presente ensayo presenta vidas femeninas de modo particular, ya sea Virginia Woolf o Emily Dickinson.

Soledad, blanca soledad

Asimismo, el autor se hace eco de cómo, a lo largo de los últimos años, lo que da en llamar el problema de la soledad no elegida se ha convertido en un tema de intensa reflexión, de ahí que «Mapa de soledades» esté poblado de muchas referencias bibliográficas, tanto literarias como de otros campos del saber. Bárcena explora la soledad de las montañas y los mares, la de los insomnes, la de figuras históricas como María Antonieta, y llega a la conclusión de que «la soledad, como la nieve, paraliza y congela. El solitario corre el riesgo de petrificarse por completo, como teme Sylvia Plath en sus diarios: “Después de pasar demasiado tiempo sola, siempre tengo la impresión de haberme convertido en una gárgola y de que la gente se dará cuenta”». Por lo tanto, prosigue el narrador santanderino –en el capítulo «Casquetes polares»–, la soledad es «fría, blanca, silenciosa».

Todo ello puede, ciertamente, afectar profundamente al ser humano, pues se ha observado que las personas solas tienen una probabilidad mayor de dormir mal, sufrir disfunciones del sistema inmune y desarrollar conductas compulsivas y deterioros en la capacidad de juicio. Por ejemplo, el psiquiatra y psicólogo John Cacioppo, al que muchos se refieren como «el doctor Soledad», comparó la soledad con el hambre y la sed, identificándola como una señal de advertencia necesaria, con raíces bioquímicas y genéticas. Los maestros y muchos padres transmitían a Murthy una preocupación creciente por el aislamiento de los hijos, incluidos los que dedicaban mucho tiempo a las redes sociales y a las pantallas. A partir de estas observaciones, explicaba que se han identificado tres «dimensiones» de la soledad: la soledad íntima o emocional, que conlleva el deseo de contar con una persona muy cercana, con la que poder sincerarse; la soledad relacional o social, que es el anhelo de disponer de buenos amigos, de compañía y apoyo social; y la soledad colectiva, que es el ansia por tener una red o una comunidad de personas que compartan los mismos propósitos e intereses.

Publicado en La Razón, 5-X-2024