En esta biografía vemos al narrador estadounidense como un individuo adicto al alcohol, que cuando escaseaba era sustituido por loción para el afeitado, jarabe para la tos o enjuague bucal. «A veces con que fuera algo para frotarse las encías le venía bien», refiere Jiménez, que también se refiere al hábito de esnifar cocaína de su biografiado. Al final, gracias a la ayuda de su mujer, Tabitha, un «Stephen agotado, ojeroso, confuso y con un sentimiento continuo de encontrarse a punto de ser desahuciado de la vida», acabó encontrando la redención y la cura. Recibió un ultimátum: rehabilitación o marcharse de casa. Por fortuna, King eligió la primera opción y pudo reconducir su vida con su esposa y sus tres hijos. «Recuperó el ritmo y se reintegró en su familia. El café y el té se convirtieron en las nuevas bebidas. Sus adicciones regresaron, las originales, aquellas que sepultaron la cerveza y la cocaína: Tabby, Naomi, Joe y Owen. Y la escritura, por supuesto. Las únicas que valían la pena. Las que le salvaron la vida», escribe Jiménez.
Hijo de padre que abandona a la familia, vida en un remolque de joven y ya casado, un accidente –un coche le atropelló– en 1999 del que arrastra secuelas, ganancias multimillonarias gracias a las adaptaciones de sus novelas: la propia «Carrie», «Misery», «El resplandor», «La milla verde»... De este hacedor de terrores pudo averiguar mucho su lector por medio del libro «Mientras escribo», que redactaba cuando sufrió el accidente. Ahí contó que trabajaba con música de AC/DC de fondo. Extravagante manera de hallar la concentración precisa para urdir tramas oscuras, podría pensarse, pero la creatividad disciplinada crece haya lo que haya alrededor. Y la de este escritor es inagotable a tenor de su ingente obra, erigida a partir de tramas de terror, que le valieron en el año 2003 el reconocimiento de la Fundación Nacional del Libro, que le concedió el National Book Award honorario por su «contribución a las letras estadounidenses».
Terror resplandeciente
Más de 60 novelas, más de 10 colecciones de cuentos o novelas cortas, cinco libros de no ficción y más de 10 guiones… Toda esta monumental producción narrativa podría relacionarse con una explicación que encontramos en una nota final de «La sangre manda» (2020) –reunión de cuatro novelas cortas que incluía «El teléfono del señor Harrigan», que adaptó Netflix–, en la cual King habló de cómo tiene la sensación «de que cada uno de nosotros –desde los reyes y los príncipes del reino hasta los friegaplatos de Waffle House [cadena de restaurantes de comida rápida estadounidense] y las camareras que cambian las sábanas en los moteles de las autopistas– contiene el mundo entero».
A propósito de este libro, el autor publicó un vídeo en YouTube en que aparecía con mascarilla en su casa y se ponía a leer el primer capítulo de la primera historia, en la enésima ocasión en que volvía a sorprender al lector, tal y como ha conseguido desde su debut en 1974; en aquella ocasión concibió la historia de Carrie White, una adolescente con poderes telequinéticos que desencadenaba una tragedia en su instituto tras sufrir una humillación y que llevó a la gran pantalla Brian De Palma en 1976. Pues bien, ya se ha cumplido medio siglo desde los inicios literarios de King, un buen momento para revisar su obra y vida, como acaba de hacer Jiménez, que se hace preguntas como estas: «¿En qué consiste la marca King? ¿Cuáles son las claves de su escritura? ¿Qué referencias usa? ¿Qué legado deja? ¿Hasta dónde alcanza su imaginación? ¿Cuál ha sido el impacto de su trabajo en la cultura popular? ¿Por qué le interesan tanto ciertos temas como los poderes psíquicos, la infancia, la amistad, el miedo y los traumas (…)? ¿Qué quiere decir que muchos de los héroes de sus libros sean escritores?».
El propio Jiménez afirma que su trabajo nace para resolver estas incógnitas, atendiendo a la vez las vivencias personales de King. Por ese motivo, el biógrafo sigue los pasos del King niño cuando, tras casi una década yendo de acá para allá, se acabó por instalar con su madre y su hermano, el año 1958, en Durham, junto a la casa de sus tíos que tenía un desván que «era una especie de museo familiar donde encontró las pruebas de que su padre intentó ser escritor, pero también, y más importante, fue el lugar en el que su varita de zahorí interior giró con toda la fuerza que pudo». En dicho desván, el chaval halló todo un tesoro: un cofre lleno de novelas de bolsillo en que era protagonista el terror y entre las que había un libro especialmente atrayente, una recopilación de cuentos de H. P. Lovecraft, cuya imagen de cubierta le causó un gran impacto: «El futuro Stephen King se sintió como en casa al sujetar aquel libro. Había llegado a su verdadero hogar. Acababa de hallar el camino correcto», apunta Jiménez.
El primer año de colegio fue difícil para King, aquejado de diversas enfermedades como el sarampión, y tuvo que permanecer mucho tiempo en cama, lo cual aprovechó para leer «toneladas de cómics que pasaron a ser libros de relatos y novelas cortas a una velocidad increíble». De este modo, empezó a sentir el gusanillo de la escritura a los seis años: «Según el propio narrador, escribió su primera historia en la cama, enfermo, y el argumento se centraba en un dinosaurio que lo devora todo a su paso hasta que se topa con un niño», refiere Jiménez, quien va contando cronológicamente los momentos más importantes en la andadura de su biografiado. El instituto, con sus actividades periodísticas amateurs; su primera publicación, antes de entrar en la universidad; su trabajo en una fábrica textil; su licenciatura en Filología Inglesa en 1970, tras ya haber ganado dinero por medio de varios cuentos, el primero de ellos «El suelo de cristal», por el que la revista «Starling Mystery Stories» le pagó treinta y cinco dólares, en la época en que «también conoció al motor de su vida, a la persona que le insuflaría vida a todo lo que escribiría a partir de ese momento. Steven conoció a Tabitha», su mujer. Desde ese momento, cinco décadas le contemplan en el amor y la literatura.
Publicado en La Razón, 21-VII-2025