Siempre reconoció que no sentía nostalgia de los lugares, fiel a su talante duro y alejado de lo sentimental, pero sin duda le emocionaría recordar, siquiera una pizca, el tiempo en el que vivió en su casa de Ravello, frente al mar Tirreno, con el que fue su pareja durante cincuenta años, Howard Austen. Precisamente, poco antes de la muerte de este, Gore Vidal dejó definitivamente Italia en 2003 para instalarse en el sur de California. Su larga relación con el país trasalpino nació cuando, con doce años, visitó Roma por vez primera y se quedó deslumbrado ante la Basílica de Massenzio, en el centro monumental de la Ciudad Eterna. Luego, en 1948, regresó junto a Tennessee Williams, y en 1959, recaló allí una temporada porque el cineasta William Wyler lo contrató, junto con el dramaturgo británico Christopher Fry, para hacer el guion de «Ben Hur»; incluso haría un cameo en el film «Roma», de Federico Fellini, en 1972.
Es un ejemplo este, del escritor norteamericano, de entre mil, del poder que ejerce la ciudad de Roma en el alma del foráneo. El listado de artistas que han filmado, escrito, fotografiado, pintado la capital italiana es interminable, y siempre resulta interesante todo libro que dé un nuevo enfoque de lo que lleva allí, hermoseando el mundo, cientos de años. Lo hizo Juan Claudio de Ramón en «Roma desordenada. La ciudad y lo demás» (Siruela), un libro que mezclaba datos y observaciones, trayendo a colación diferentes lugares y artistas, hechos históricos, curiosidades gastronómicas o referencias literarias, y que contó con un prólogo, titulado «La felicidad de Italia», de Ignacio Peyró. En él, se compartía una cita del Doctor Johnson sobre que el hombre que no conoce Italia es siempre consciente de una inferioridad. Peyró se refería en sus páginas introductorias a «un libro de paseos, no de viajes: el libro de alguien que ha vivido allí, no que ha viajado allí. Aquí hay mucha caminata de sábado, muchos trayectos al trabajo, cenas con amigos, viajes –en Roma, frustrantes– en autobús; toda esa materia que constituye la vida diaria y que en Roma parece tener una dosis extra de belleza y desorden».
Ciudad abierta pero secreta
Escritores más artistas
«Roma es la ciudad de los ecos, de las ilusiones, de los anhelos», escribió Giotto di Bondone, pintor del siglo XIV, y esta frase le sirve a Roca para explicar que, como no podía ser de otra manera, durante los últimos dos milenios Roma ha sido una de las ciudades más visitadas del mundo. «Fue la capital de un Imperio que dominó el Mediterráneo, luego se convirtió en el centro de la fe cristiana y, por tanto, en lugar de peregrinación de multitud de fieles. Durante el Renacimiento fue un enclave imprescindible en cuanto a arte, educación, filosofía y comercio y a ella acudían por igual artistas y banqueros», señala el editor, que añade un aspecto clave en la consolidación de la ciudad como lugar de destino turístico. Tal cosa no es otra que el Grand Tour, que se popularizó en el siglo XIX y que estaba concebido para que los jóvenes aristócratas ingleses recorrieran parte de Europa para acabar de formarse culturalmente.
Aparecen en este libro, pues, «turistas» letrados como Montaigne, que hasta se entrevistó con el papa y dialogó con prostitutas para conocer su tipo de vida; también aparecerán otros autores de lengua francesa como Chateaubriand, que tanto habló de sus andaduras viajeras en sus «Memorias de ultratumba» y que firmó un epistolar «Viaje a Italia»; más el inevitable Stendhal, cuyo célebre síndrome consistente en quedar abrumado por las obras de arte italianas trascendió hasta la actualidad. Asimismo, en estas páginas nos hablan otros autores anglosajones, como Shelley, cuya visita romana fue clave para su vida y poesía y que aquí escribe sobre el Palacio Cenci. En fin, «¿cómo transmitir al lector las sensaciones que vivieron los escritores que hemos reunido en esta selección?», se pregunta Roca, que explica cómo recurrió a la pintura de tres artistas para poner en imágenes lo que algunos de ellos vieron: Giuseppe Vasi, Giovanni Battista Piranesi y Luigi Rossini, que realizaron series de grabados sobre la ciudad de Roma «que capturan perfectamente el ambiente de su época y los detalles de los monumentos de la ciudad».
Entre ellos, está el Coliseo que Edward Gibbon describe en «Historia del declive y caída del Imperio romano» (1776), pues fue en Roma, como él mismo contó en sus memorias, sentado entre las ruinas del Capitolio mientras unos frailes descalzos cantaban vísperas en el templo de Júpiter, cuando se le ocurrió escribir sobre dicho declive. Por su parte, Tobias Smollett habla de las termas de Caracalla y del Panteón (pasaje tomado de su «Diario de viajes por Francia e Italia»); no en vano, sirvió durante años en la marina británica y viajó por todo el Mediterráneo. El norteamericano James Fenimore Cooper, el autor de «El último mohicano», pasó cinco meses en Roma durante su viaje por Italia entre 1828 y 1830, y el resultado de esta experiencia lo volcó en «Excursiones por Italia», que hizo que en Estados Unidos la revista «The American Monthly» lo acusara de preferir Roma a su patria. ¿Pero quién, en su sano juicio, literario o no, podría reprochárselo?
Publicado en La Razón, 9-VIII-2025