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Sería lógico suponer que un premio de la magnitud del Nobel se entregará a aquellos autores geniales que marcan un hito en su campo: los llamados a convertirse en clásicos el día de mañana. Pero hasta en la busca de excelencia hay tensas subjetividades, y el galardón sueco es una buena prueba de ello, sobre todo cuando lo político (en forma de favoritismo, compensación, discriminación positiva, etc.) se convierte en la batuta que dirige una orquesta cuyas partes acaban desafinando. Y así, en esa lista de privilegiados desde que se instauró el premio, en 1901, para reconocer una obra o acción «ideal» o «idealista», según las palabras de Alfred Nobel, se encuentran continuamente escritores que permanecen en el olvido absoluto.
Sólo Kipling y Sienkiewicz, de entre los que lo recibieron en la primera década del siglo, permanecen como clásicos modernos, por ejemplo, Y lo mismo ocurrirá en cada decenio: sólo un par o tres autores cada vez han devenido merecedores del dinero y la fama proporcionados por la Academia Sueca. Algunos que el tiempo ha dado la razón: Yeats y Thomas Mann en los años veinte, Pirandello en los treinta, Faulkner y Hesse en los cuarenta, Hemingway y J. R. Jiménez en los cincuenta, Steinbeck y Kawabata en los sesenta, Neruda y Böll en los setenta, García Márquez y Mahfuz en los ochenta. Y sin embargo...
¿Qué criterios se establecen para dar el premio a Herta Müller, intrascendente para la literatura universal, y a la vez a un gran escritor como J. M. Coetzee? ¿Qué credibilidad tiene un premio que no se fijó en Tolstói, Galdós, Joyce, Proust, Borges? En los noventa, la Academia reparó en las escritoras (Gordimer, Morrison, Szymborska), en Oriente (Oé, Xingjian), en los isleños (Walcott, Heaney), dando la sensación de que el mérito recae en el azar del punto de planeta o una literatura que reivindicar. ¿Verdaderamente la austriaca Elfriede Jelinek tiene la altura necesaria para el Nobel? Knut Ahnlund abandonó su cargo en la Academia al opinar que era una autora mediocre.
Pero ser mujer en un contexto de represión social, o feminista (Doris Lessing), es un reclamo, al igual que haberse dedicado al Holocausto judío, como Imre Kertész. La política, los países maltratados por guerras y dictaduras, las voces que ponen a prueba las injusticias de los Estados, tienen un mayor peso en la decisión de los votantes suecos. Los dramaturgos Harold Pinter y Dario Fo arrastrar una larga trayectoria como críticos literario-políticos. El turco Orhan Pamuk, de notable obra narrativa, se habrá beneficiado por ser un autor agredido por los sectores integristas. Y con todo, la magnífica idea de reconocer la valentía del escritor de turno, a menudo, no se corresponde con su mera calidad literaria. El citado Ahnlund, en una conferencia en El Escorial en 1991, hablaba de cómo «debajo de todas las virulentas críticas hay una opinión prevaleciente de que el trabajo de preparación se hace ahora en un espíritu de equidad y sin prejuicios». ¿Quién puede creer tal cosa?
Sólo Kipling y Sienkiewicz, de entre los que lo recibieron en la primera década del siglo, permanecen como clásicos modernos, por ejemplo, Y lo mismo ocurrirá en cada decenio: sólo un par o tres autores cada vez han devenido merecedores del dinero y la fama proporcionados por la Academia Sueca. Algunos que el tiempo ha dado la razón: Yeats y Thomas Mann en los años veinte, Pirandello en los treinta, Faulkner y Hesse en los cuarenta, Hemingway y J. R. Jiménez en los cincuenta, Steinbeck y Kawabata en los sesenta, Neruda y Böll en los setenta, García Márquez y Mahfuz en los ochenta. Y sin embargo...
¿Qué criterios se establecen para dar el premio a Herta Müller, intrascendente para la literatura universal, y a la vez a un gran escritor como J. M. Coetzee? ¿Qué credibilidad tiene un premio que no se fijó en Tolstói, Galdós, Joyce, Proust, Borges? En los noventa, la Academia reparó en las escritoras (Gordimer, Morrison, Szymborska), en Oriente (Oé, Xingjian), en los isleños (Walcott, Heaney), dando la sensación de que el mérito recae en el azar del punto de planeta o una literatura que reivindicar. ¿Verdaderamente la austriaca Elfriede Jelinek tiene la altura necesaria para el Nobel? Knut Ahnlund abandonó su cargo en la Academia al opinar que era una autora mediocre.
Pero ser mujer en un contexto de represión social, o feminista (Doris Lessing), es un reclamo, al igual que haberse dedicado al Holocausto judío, como Imre Kertész. La política, los países maltratados por guerras y dictaduras, las voces que ponen a prueba las injusticias de los Estados, tienen un mayor peso en la decisión de los votantes suecos. Los dramaturgos Harold Pinter y Dario Fo arrastrar una larga trayectoria como críticos literario-políticos. El turco Orhan Pamuk, de notable obra narrativa, se habrá beneficiado por ser un autor agredido por los sectores integristas. Y con todo, la magnífica idea de reconocer la valentía del escritor de turno, a menudo, no se corresponde con su mera calidad literaria. El citado Ahnlund, en una conferencia en El Escorial en 1991, hablaba de cómo «debajo de todas las virulentas críticas hay una opinión prevaleciente de que el trabajo de preparación se hace ahora en un espíritu de equidad y sin prejuicios». ¿Quién puede creer tal cosa?
(Publicado en La Razón, 10-10-09)