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En el viaje transoceánico de la semana pasada, llevo en la maleta A Christmas Carol, a ver si de una vez por todas mejoro mi inglés, más una apuesta segura frente al temor de aguantar tantas horas sentado en el avión: cualquier libro de Zweig, en este caso el estudio que dedicó a Balzac, Dickens y Dostoievski.
El mejor es precisamente el de Dickens, más condensado y concreto que el memorable libro que Chesterton le dedicó a su compatriota. El autor austríaco relacionó genio y tradición, para hablar de cómo el tiempo y el talento de Dickens se conjugaron para hacerse uña y carne: cómo el arte burgués y popular encontró en el autor de Cuento de Navidad al mejor intérprete de una época, de un lugar: «Arte de junto a la chimenea quería la gente de entonces, libros de esos que se leen apaciblemente junto al fuego mientras la tormenta sacude las ventanas, y que chispean y crujen a su vez con pequeñas e inofensivas llamas»; así que nada de «éxtasis y entusiasmos» sino «sólo sentimientos normales». Dickens, con Pickwick, Oliver Twist, David Copperfield, llevó a cabo este propósito ¿consciente, inconscientemente? de representar de forma amable las cosas terribles de una sociedad prosaica y anodina. Chesterton se refirió al comfort de Dickens; Zweig, al home. Sus narraciones explican asuntos habituales, se encaminan hacia lo trágico y se quedan en lo melodramático.
Buen ejemplo de ello es su fabulosa historia del huraño Scrooge, que nunca será valorada en su justa medida literaria «por culpa» de su enorme popularidad, a la que han contribuido sus innumerables adaptaciones fílmicas. Qué portento de imaginación, orden narrativo, coherencia argumental: texto perfecto del que se ven guiños en tantas obras de la gran pantalla, desde It’s a wonderful life a Family man, y que Robert Zemeckis ha llevado al mundo digital con la tecnología de los estudios Disney. Jim Carrey da vida al avaro hombre de negocios, y el diseño, la música, la ambientación londinense, el juego de ver las interpretaciones de los actores convertidos en casi dibujos animados hacen de la película una obra maestra, un placer para los sentidos. Únicamente, la película baja su altísimo nivel rítmico y estético en la escena, larga en exceso, del carruaje fúnebre que persigue por la ciudad a Scrooge, en la parte del espíritu de las navidades futuras.
Es una delicia ver el film y comprobar, con la relectura reciente del relato, cómo Zemeckis ha seguido la escritura de Dickens, respetando el original y aportando lo que la magia visual del cine es capaz de añadir a un libro. Es cuando cine y literatura se hermanan hasta compenetrarse de modo glorioso, alimentándose mutuamente, para darnos esa extraña e indescriptible felicidad de permanecer en una sala oscura –y además con esas gafas de mosca para 3D– durante una hora y media de mero entretenimiento y gozo artístico.