El domingo pasado, un ingenioso y dicharachero Jorge Edwards, homenajeado en la Feria del Libro de Santiago de Chile, dice cosas tan interesantes como contradictorias, al menos desde mi juicio foráneo e ignorante. Afirma que su país ha prestado mucha atención a sus poetas, y sin embargo, veo in situ que sus tres más importantes –Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral– tienen una presencia demasiado particular: el volcánico Neruda se ha impuesto en su tierra él mismo, con sus casas maravillosas, hoy grandes centros turísticos, mediante su personalidad arrolladora y genio literario; mi adorado Huidobro, simplemente no existe: no hay nada que le recuerde, ni siguiera ningún escritor le menciona, no veo libros de él en la feria excepto alguno muy pequeño; Mistral ni siquiera publicó su obra en Chile, y si no fuera por Jaime Quezada, que ha dedicado su vida a valorar su obra y acciones sociales, políticas, pedagógicas, artísticas, colocándola con sus continuos trabajos en el lugar donde le corresponde a esa mujer admirable, permanecería en el olvido.
Así que no, Chile no trata bien a sus poetas. Edwards lo dice en contraste con el tratamiento que se le ha dado a los narradores por parte de la crítica. Pero no entiendo ese amago de queja de alguien que ha tenido el privilegio de publicar en muchos sitios, de ganar todo tipo de premios literarios, de ser traducido e invitado a mil lugares. Edwards insinúa que en su nación la crítica no ha sido siempre benévola con él, también en contraste con España, que tanto lo ha reconocido y alabado; de hecho, afirma, mientras los críticos chilenos dicen que está en decadencia, los españoles aseguran que su literatura crece cada vez más. Pero cómo creerse eso cuando, en España, no existe la crítica literaria honesta e independiente y se doblega ante las instituciones y grupos editoriales; por la noche, confirmo esa idea charlando con Jorge Edwards hijo, cordialísimo, al que le pregunto si su padre ha recibido comentarios negativos de su obra en España. Por supuesto que no.
Por lo demás, el presentador hace bien su papel, y tiene la amabilidad de referirse al futuro de Edwards, ya en edad avanzada pero muy activo y despierto. Tanto, que el propio autor cuenta con gran comicidad cómo llegó a Burdeos recientemente para seguir las huellas de Montaigne, del que prepara una novela. Lo que ocurre es que el Montaigne del que habla no es mi Montaigne: no es el conozco de la biografía de Stefan Zweig y de mis lecturas de sus textos, apareciendo un hombre sensual, manipulable. No podré leer esa novela nunca, como si las alusiones frívolas y conjeturales sobre asuntos privados del ensayista con una joven no coincidieran con el individuo que tengo en mi mente y mi corazón.