viernes, 13 de noviembre de 2009

Poetas y narradores chilenos

El domingo pasado, un ingenioso y dicharachero Jorge Edwards, homenajeado en la Feria del Libro de Santiago de Chile, dice cosas tan interesantes como contradictorias, al menos desde mi juicio foráneo e ignorante. Afirma que su país ha prestado mucha atención a sus poetas, y sin embargo, veo in situ que sus tres más importantes –Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral– tienen una presencia demasiado particular: el volcánico Neruda se ha impuesto en su tierra él mismo, con sus casas maravillosas, hoy grandes centros turísticos, mediante su personalidad arrolladora y genio literario; mi adorado Huidobro, simplemente no existe: no hay nada que le recuerde, ni siguiera ningún escritor le menciona, no veo libros de él en la feria excepto alguno muy pequeño; Mistral ni siquiera publicó su obra en Chile, y si no fuera por Jaime Quezada, que ha dedicado su vida a valorar su obra y acciones sociales, políticas, pedagógicas, artísticas, colocándola con sus continuos trabajos en el lugar donde le corresponde a esa mujer admirable, permanecería en el olvido.

Así que no, Chile no trata bien a sus poetas. Edwards lo dice en contraste con el tratamiento que se le ha dado a los narradores por parte de la crítica. Pero no entiendo ese amago de queja de alguien que ha tenido el privilegio de publicar en muchos sitios, de ganar todo tipo de premios literarios, de ser traducido e invitado a mil lugares. Edwards insinúa que en su nación la crítica no ha sido siempre benévola con él, también en contraste con España, que tanto lo ha reconocido y alabado; de hecho, afirma, mientras los críticos chilenos dicen que está en decadencia, los españoles aseguran que su literatura crece cada vez más. Pero cómo creerse eso cuando, en España, no existe la crítica literaria honesta e independiente y se doblega ante las instituciones y grupos editoriales; por la noche, confirmo esa idea charlando con Jorge Edwards hijo, cordialísimo, al que le pregunto si su padre ha recibido comentarios negativos de su obra en España. Por supuesto que no.

Edwards, sin citarlo, se burla –y estoy de acuerdo con su ironía– de Vargas Llosa, cuando dice que hay escritores que van la semana anterior a Estocolmo para dejarse ver por si les cae el premio Nobel (pese a que, me indican, el peruano siempre ha apoyado mucho al chileno). Pero se excede cuando, a raíz de un comentario de su presentador, que saca de una mochila de deporte casi todos los libros de Edwards y lee un párrafo que a él le parece iluminador pero a mí demasiado simple, vuelve a demostrar sutiles rasgos vanidosos: se jacta de que su prosa tiene un sedimento poético, al igual que el Cortázar de Rayuela sintió la influencia de Residencia en la tierra a la hora de escribir ese libro. Edwards sin duda será un buen prosista, pero el genio artístico es otra cosa, y estoy seguro de que no es de su propiedad.

Por lo demás, el presentador hace bien su papel, y tiene la amabilidad de referirse al futuro de Edwards, ya en edad avanzada pero muy activo y despierto. Tanto, que el propio autor cuenta con gran comicidad cómo llegó a Burdeos recientemente para seguir las huellas de Montaigne, del que prepara una novela. Lo que ocurre es que el Montaigne del que habla no es mi Montaigne: no es el conozco de la biografía de Stefan Zweig y de mis lecturas de sus textos, apareciendo un hombre sensual, manipulable. No podré leer esa novela nunca, como si las alusiones frívolas y conjeturales sobre asuntos privados del ensayista con una joven no coincidieran con el individuo que tengo en mi mente y mi corazón.

Pero da igual: la gente ríe, en especial una mujer insoportable que tengo a mi izquierda, que de continuo se desternilla para hacerse notar, y dice «me encanta, me encanta». Más tarde, me presentan a Edwards, a quien saludo con toda la cortesía que puedo reunir en un momento tan breve; él me estrecha la mano sin soltar una palabra, y yo, de verdad sinceramente, le felicito por su intervención, porque en realidad me ha regalado un rato magnífico: pues también son de agradecer las opiniones paradójicas, las bromas indirectas, los arranques orgullosos, si todo ello conforma, como es el caso, el discurso divertido de un hombre muy listo que vive con tanta intensidad la literatura –y qué pocos hay en la actualidad como él– que la vida entera se vuelve ficción narrativa.