miércoles, 18 de noviembre de 2009

El joven Bolaño mexicano

En mi última noche santiaguina, en un pequeño restaurante chileno-alemán cercano a la estatua que la ciudad dedicó a Rubén Darío (que escribió Azul en Valparaíso), recibo de manos de su autor este tesoro de la memoria: Bolaño antes de Bolaño. Diario de una residencia en México (editorial Catalonia, 2007). Jaime Quezada, «cosista» como Neruda, tiene el gusto de guardar recuerdos de todo tipo: hojas sueltas anotadas, cartas, fotografías. Dichosamente. Uno siente que ha entrado en el archivo de su alma poética, tan generosa siempre con los demás, simplemente al compartir cualquier papel en torno a un Pisco Sour, bebida deliciosa parecida a la pomada menorquina (los mejores, en mi estancia, los del impresionante Mesón Nerudiano, al lado de la casa del poeta).
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Emocionante lectura de estos souvenires mexicanos con Bolaño al fondo, cuando Quezada vivió, durante casi dos años (1971-1972), «como un pariente más, o allegado pegadizo», en la casa de los padres del escritor ya en ciernes, quienes se habían trasladado allí en el convulso año de 1968 en busca de mejores perspectivas laborales. Gran escritor Quezada, sensible observador de la psique y gestualidad ajenas, que retrata a Bolaño, un jovencito ávido de lecturas, independiente, algo arisco y misántropo, y a toda una época, histórica, política, cultural. Octavio Paz, Juan José Arreola, Juan Rulfo pasan por sus páginas, por las conversaciones de antaño, y también se asoma el devenir de Chile y México, el premio Nobel a Neruda, el apogeo de Víctor Jara y Salvador Allende.
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En aquella casa de México DF, había una sola máquina de escribir: Quezada y Bolaño decidieron compartirla; el primero por las mañanas, el segundo por las tardes (¿o era al revés?), y aquí vuelven a compartirla en cierto modo, proyectando aquella lejana amistad en un libro que tiene un sentido colofón epistolar desde Blanes, el pueblo al que he ido cada año de mi vida pero en el que nunca me tropecé con Bolaño, sin duda encerrado en su mundo 2666, en su falta de futuro en vida e inmortalidad literaria.