jueves, 21 de enero de 2010

Autobiografía de los mares

Siempre yendo hacia alguna parte, huyendo, escondiéndome, durmiendo en casas ajenas, en hoteles desgastados –tránsitos para olvidar–, escapar del último sitio, y a través del tiempo y del espacio, escribir sobre la causa de la huida de otra manera, es decir, escribiendo sobre el presente y lo nuevo, sobre los descubrimientos que hacen olvidar para qué se huyó.

Y el mar. Núcleo del equilibrio, meta, parada última. Me recuerdo ante él en muchos sitios, infantil y ufano, adolescente y soñador, joven y nostálgico. El mar es la suprema confianza en la calma, pero delante, en una playa de San Juan de Puerto Rico, la espuma repele a los humanos, y hay ahogados allí dentro por haber desafiado la fuerza salvaje de sus olas.

Playas de Choroní en Venezuela y Guardalavaca en Cuba; horizontes gélidos de la Isla Negra chilena y de Westford, Irlanda; balsas de azul-verde brillante en Menorca e Ibiza, en la islita de Favignana, frente a Sicilia; el mar oscurecido de la Costa Brava...
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Ahora entiendo por qué hay muertos que quieren ser esparcidos en forma de cenizas en el mar. Mirando hacia él, todo está en equilibrio y nada es necesario. Su contemplación es recuerdo manso, reposo perpetuo, totalidad –o convergencia, o unión, o armonía– de espíritu, mente y cuerpo.