La vida puede ser maravillosa, decía el locutor Andrés Montes, cuya necrológica escribí en este blog en su momento, y al recordar la visión de las casas de Neruda ese pensamiento aflora de manera rotunda. La expresión carpe diem se queda corta al instalarla en nuestra propia vida, como si la existencia del poeta, ese sacar el jugo a todo, fuera un ejemplo de collige virgo rosas al que ninguno de nosotros puede aspirar.
Vivir es almacenar esos instantes dichosos, como aquel que mi recuerdo trae: la visita a La Chacona, la casa-museo nerudiana de Santiago de Chile: felicidad máxima, conjugación de todos los afectos. Sensación que se repite al día siguiente, en la casa de Isla Negra, una prolongación desmesurada de la anterior. En ella hay más espacios, mayor abundancia de colecciones: mascarones de proa, caracolas, cuadros, copas, sombreros y trajes, mariposas, botellas, un gran globo terráqueo del siglo XVIII, máscaras, muebles preciosos, entre ellos un escritorio que, en verdad, fue una simple madera que llegó a la orilla y que el propio Neruda convirtió en mesa donde escribir y mirar el mar. La casa, en fin, como un gran barco, desde donde otear el horizonte con un catalejo. Neruda era el capitán y sus invitados, los tripulantes. Suelos y techos con materiales navales. Hasta un caballo disecado de tres colas hay, entre las extravagancias; retratos de Garcilaso, Hugo, Baudelaire, Poe, Whitman, Dumas, entre las imágenes literarias.
En la visita guiada (no permiten el paseo a solas) un adolescente con mente retrasada se adelanta a las explicaciones de la atenta guía. El chaval, repelente y aguafiestas, opina y pregunta, hace prosaico el excepcional momento, y yo, incómodo, lo miro con fastidio y piedad. Él sabe y deja saber que sabe. Tiene esa desgracia que refleja su rostro y su habla, pero vive la poesía –esa otra malformación en el alma del hombre– más hondamente que la mayoría de los chicos de su edad. Y de súbito, tengo piedad por mí mismo, por mi brevedad e intrascendencia, al lado del Pacífico, respirando el hogar (pasajero ahora; en su tiempo, ávido y pleno y presente) del escritor cuya vida fue un largo verso de amistad, enamoramiento, canto y juego.
Vivir es almacenar esos instantes dichosos, como aquel que mi recuerdo trae: la visita a La Chacona, la casa-museo nerudiana de Santiago de Chile: felicidad máxima, conjugación de todos los afectos. Sensación que se repite al día siguiente, en la casa de Isla Negra, una prolongación desmesurada de la anterior. En ella hay más espacios, mayor abundancia de colecciones: mascarones de proa, caracolas, cuadros, copas, sombreros y trajes, mariposas, botellas, un gran globo terráqueo del siglo XVIII, máscaras, muebles preciosos, entre ellos un escritorio que, en verdad, fue una simple madera que llegó a la orilla y que el propio Neruda convirtió en mesa donde escribir y mirar el mar. La casa, en fin, como un gran barco, desde donde otear el horizonte con un catalejo. Neruda era el capitán y sus invitados, los tripulantes. Suelos y techos con materiales navales. Hasta un caballo disecado de tres colas hay, entre las extravagancias; retratos de Garcilaso, Hugo, Baudelaire, Poe, Whitman, Dumas, entre las imágenes literarias.
En la visita guiada (no permiten el paseo a solas) un adolescente con mente retrasada se adelanta a las explicaciones de la atenta guía. El chaval, repelente y aguafiestas, opina y pregunta, hace prosaico el excepcional momento, y yo, incómodo, lo miro con fastidio y piedad. Él sabe y deja saber que sabe. Tiene esa desgracia que refleja su rostro y su habla, pero vive la poesía –esa otra malformación en el alma del hombre– más hondamente que la mayoría de los chicos de su edad. Y de súbito, tengo piedad por mí mismo, por mi brevedad e intrascendencia, al lado del Pacífico, respirando el hogar (pasajero ahora; en su tiempo, ávido y pleno y presente) del escritor cuya vida fue un largo verso de amistad, enamoramiento, canto y juego.