.
(Hoy publico en La Razón un artículo sobre Cormac McCarthy y su novela La carretera, con motivo de su adaptación al cine.)
.
Fue casi un acontecimiento el hecho de que Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933), de continuo ajeno al mundillo socioliterario, concediera una entrevista en televisión. Rompía así una suerte de aislamiento que había potenciado la calidad de autor de culto que ya tenía desde su debut con El guardián del vergel (1965) y, sobre todo, a partir de Meridiano de sangre (1985), obra que, según Harold Bloom, lo instala en la senda artística, nada menos, que de Herman Melville y William Faulkner.
.
.
Aquel día, 5 de junio de 2007, la archifamosa Oprah Winfrey habló de La carretera y, evidentemente, el libro se convirtió en un best-seller. Al día siguiente, las secciones culturales de los periódicos de medio mundo ofrecían la noticia: por fin McCarthy, oculto como sus compatriotas J. D. Salinger o Thomas Pynchon, tan reacios a dejarse ver, fotografiar o entrevistar, hablaba de su vida –viajes, pobreza extrema, alejamiento absoluto al ambiente artístico y editorial– en la localidad donde vive ahora, Santa Fe, en el estado de Nuevo México. Al parecer, a los setenta y cinco años, se permitía relajarse y ceder ante el impulso publicitario del panorama cultural.
.
De McCarthy ya se habían llevado a la gran pantalla cuatro adaptaciones de sus novelas, a destacar Todos los hermosos caballos (National Book Award en 1992) y No es país para viejos, pero es La carretera (premio Pulitzer en el año 2007) la que quizá tenga un condicionante más exclusivo del arte cinematográfico: el género de las historias de anticipación. Y es que McCarthy, con un estilo sintético como nunca en su trayectoria, describe un mundo devastado por la guerra nuclear al que un padre y un hijo (sin nombres) buscan un sentido. Entre tanta muerte y cenizas, juntos cruzan los Estados Unidos, sufren calamidades y ven a hombres convertidos en caníbales por la carencia de comida. Es simplemente el fin del mundo, una visión de cómo sería el ocaso del la humanidad.
.
Pero como siempre, tras la fuerza arrolladora de sus historias, plenas de violencia y desgarro, en McCarthy siempre cabe una lectura entre líneas: de carácter moral y visionario. El escritor habla de lo más terrible y, en el núcleo de la situación, coloca a un niño –un homenaje a su propio hijo, John Francis, de ocho años entonces– como víctima singular de ese Apocalipsis que, como todas las tragedias, tiene, en su desesperanza, la esperanza de un mañana.