En algún lugar del océano, de camino otra vez a América, voy escribiendo mis impresiones sobre los Cuentos (Lumen, 2007) de Ernest Hemingway. Hay obras que te desarman, que te dejan como con sed, con incomodidad: Dorothy Parker o Raymond Carver, por citar un par de sus compatriotas, tienen relatos que te golpean de frente. Es un puño que ves acercarse y que no puedes dejar de recibir. Pero te mantienes en pie y continúas leyendo, tanto por el estilo, los recursos narrativos, el punto de vista, la disposición y enfoque de los diálogos, como por el contenido: a menudo, nada relevante, apenas alguna conversación entre dos esquiadores o los movimientos solitarios de un hombre pescando truchas.
Esto mismo, la pesca, más la caza, los toros, el boxeo o las carreras de caballos están en la lista de cosas que no me interesan lo más mínimo, o que detesto directamente. Pero qué mundos más maravillosos ofrecen en manos de Hemingway. Tan puntilloso en las descripciones, el autor relata y a la vez enseña con detalle maestro los elementos y hábitos de esas actividades. Y lo consigue sin que el surtido de información dé como consecuencia cuentos informativos. Primero siempre va delante la profundidad del personaje, su épica derrota ante la fatalidad de la existencia.
El libro me acompaña a la ida y a la vuelta, en las salas de espera de varios aeropuertos de España, Estados Unidos, el Caribe, entre la congénita antipatía de las azafatas de US Airways y la falta de sueño; así, el hecho de tener horas y horas por delante, sin interrupciones, hace que la lectura sea concentrada y reposada; tal situación, impropia del ajetreo diario en la ciudad, genera un nuevo libro que, al llegar a su último cuento, «Padres e hijos», ilumina mi propia vida como si mi fidelidad durante seiscientas páginas me asignara el premio de que Papá Hemingway me hable, a mí directamente, sobre una persona que ha llegado estos días americanos al recuerdo, por culpa de la evocación ajena, y que mañana cumple no sé cuántos años de estar muerto en vida.
Esto mismo, la pesca, más la caza, los toros, el boxeo o las carreras de caballos están en la lista de cosas que no me interesan lo más mínimo, o que detesto directamente. Pero qué mundos más maravillosos ofrecen en manos de Hemingway. Tan puntilloso en las descripciones, el autor relata y a la vez enseña con detalle maestro los elementos y hábitos de esas actividades. Y lo consigue sin que el surtido de información dé como consecuencia cuentos informativos. Primero siempre va delante la profundidad del personaje, su épica derrota ante la fatalidad de la existencia.
El libro me acompaña a la ida y a la vuelta, en las salas de espera de varios aeropuertos de España, Estados Unidos, el Caribe, entre la congénita antipatía de las azafatas de US Airways y la falta de sueño; así, el hecho de tener horas y horas por delante, sin interrupciones, hace que la lectura sea concentrada y reposada; tal situación, impropia del ajetreo diario en la ciudad, genera un nuevo libro que, al llegar a su último cuento, «Padres e hijos», ilumina mi propia vida como si mi fidelidad durante seiscientas páginas me asignara el premio de que Papá Hemingway me hable, a mí directamente, sobre una persona que ha llegado estos días americanos al recuerdo, por culpa de la evocación ajena, y que mañana cumple no sé cuántos años de estar muerto en vida.