martes, 23 de febrero de 2010

"Invictus": una blanda historia maravillosa



En la virtud de la última película de Clint Eastwood reside su flaqueza: en el hecho de recrear los acontecimientos de una serie de partidos de rugby, se halla el riesgo de glosar la derrota y la victoria, lo épico del asunto, con grandilocuencia y nobleza hiperbólica. Los diálogos, de precisión ejemplarizante, remiten al Hollywood más comercial, y los personajes, todos ellos meros estereotipos –el periodista aguafiestas y rencoroso; el padre del capitán del equipo, un racista producto del apartheid; los miembros de la escolta de Mandela enfrentados según su color de piel; la novia del jugador, simple acompañamiento decorativo– y hasta el propio protagonista y secundarios que le rodean (su ayudante, su asistenta del hogar, etc.) presentan la pose y el rictus y el guión previsible de personajes-patrón de películas de serie B, donde la sutileza o la moderación brillan por su ausencia. Mal el guionista, pues, pese a la buena dirección de Eastwood, que embellece cada escena, como siempre, de una música preciosa, y que rueda cada secuencia de forma emocionante.
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Morgan Freeman, cómo no, está excelente en su papel de Mandela, con ese andar encorvado característico del ex presidente sudafricano, y Matt Damon, pese a interpretar un personaje unidimensional, también cumple con su cometido. Además, qué maravilla esos planos a ras de hierba en el estadio de rugby. Como había hecho en Million Dollar Baby con el mundo del boxeo, Eastwood nos mete dentro de otro ambiente lleno de tensión, sudor y sangre. Estamos en una melé, que también es política, pues el film plantea dos caminos paralelos: el de los asuntos complejos de un nuevo Estado naciente en busca de la reconciliación social y la simpleza de cómo un deporte puede unir a todo un país. Lo sentimental se confunde con la sensiblería en Invictus, magnífica lección de historia, impecable producción cinematográfica, pero relato blando al fin y al cabo, lo que no impide que, al estar basado en hechos reales, nos llegue a lo más profundo del corazón.

Pero lo mejor de esas dos horas de cine está por contar. En la sala no estoy solo, sino que disfruto de la compañía de tres mujeres, a cual más inteligente y sensible. Una de ellas, de sólo seis años, muy avanzada la película, suelta una de esas frases que a uno le sumergen en la admiración: «El presente siempre se convierte en pasado, ¿verdad?», me pregunta, aún con el brillo de su espontánea deducción en los ojos. Me quedo como flotando no sólo por la frase en sí, sino por la forma de decirla, su tono inigualable, y luego continúa haciendo una referencia al futuro, cerrando esa espiral desde su infinita astucia pura. La observo detenidamente, conmovido y agradecido por haber vivido ese instante pletórico de sensaciones, y dejo su perfil para volver a la gran pantalla, viendo cómo en efecto el hoy se hace ayer, exactamente como le sucederá al mañana, cómo, a veces, uno de esos tiempos se transforma en una pieza de arte que recuerda pedazos de hechos trascendentes para el mundo, simplificándose gracias a la rotundidad insuperable de la ficción y el cine.