Toda tradición literaria explica una cultura, hace entendible un carácter nacional y marca la evolución de un idioma. De ahí que este puñado de clásicos españoles nos hable con rotundidad artística del espíritu y creatividad de nuestro país, pues sus obras poéticas, narrativas y teatrales se yerguen en historia verdadera, en espejo del acontecer de muchas sociedades distintas en un mismo territorio.
He aquí el misterio de la experiencia literaria: meterse en la máquina del tiempo que ofrece un libro legendario y pisar la Edad Media, siguiendo los pasos del Rodrigo Díaz de Vivar, noble del siglo XI del que alguien escribió un cantar de gesta sin que ya nos importe si fue Per Abbat su autor original o el copista de un manuscrito de 1207. En épocas remotas, la fuerza de lo literario era prioritaria frente a la autoría, cuando la oralidad alimentaba al pueblo; bien lo supieron Juan Ruiz, arcipreste de Hita, y Fernando de Rojas, cuando compusieron el Libro de buen amor y La celestina (siglos XIV y XV, respectivamente), recogiendo referencias clásicas y populares en torno a los sufrimientos y remedios de amor. Es el nacimiento de la ambigüedad, de la mezcla de lo elevado y llano, de las posibilidades de la poesía que ya tiende a lo narrativo y teatral.
Otro campo será la poesía culta, como la de Gonzalo de Berceo (siglo XIII), clérigo del monasterio de San Millán, que escribió los Milagros de Nuestra Señora en la estela de las obras en torno al culto de la Virgen María que pretendían entretener a los peregrinos. En aquella España, la presencia de lo religioso es tan grande como la de lo militar: el siglo XIV está marcado por un sinfín de luchas internas y enfrentamientos de reyes. En tal contexto, surge la figura de Jorge Manrique, de familia noble, que participará en varias guerras civiles y se adscribirá a la poesía cancioneril. No es necesario recordar sus inmortales Coplas a la muerte de mi padre. En cierta manera, con todos estos autores citados se cierra una era. Porque adviene el espíritu renacentista.
Comienza la llamada «Edad de Oro» de las letras hispanas. El cortesano, que representa una hombría de soldado gallardo y poeta entregado a su dama, viene ejemplificado por Garcilaso de la Vega (inicios del siglo XVI), que introduce técnicas de la poesía italiana en castellano, como la adaptación del endecasílabo, verso que enriquece musicalmente nuestra poesía, como bien sabrán Francisco de Quevedo, Luis de Góngora y Lope de Vega. Este trío de genios revolucionará los géneros: el primero mediante sus sonetos filosóficos y amorosos y piezas de enorme sarcasmo; el segundo por medio de su barroquismo de trasfondo mitológico; el tercero, con una nueva concepción del teatro que aún hoy perdura. A lo que se añadirá otro dramaturgo de enigmática hondura, Calderón de la Barca. Una poesía de oro que también tiene su brillo en la religiosidad: san Juan de la Cruz y sus canciones espirituales son la llave para un modo de rendir culto a Dios complejo y sencillo a la vez, de una belleza sin igual, por vía de liras italianizantes.
Otro hito, esta vez en prosa, es el Lazarillo de Tormes (1554), de autor anónimo, que pone en negro sobre blanco la gran tradición picaresca española y marca un rumbo técnico nuevo: el de la autobiografía de un chico que sólo vive penalidades. Un precedente exquisito para aquel que dijo: «Yo soy el primero que he novelado en lengua castellana», un tal Miguel de Cervantes, que publicó sus doce Novelas ejemplares (1613) entre las dos partes del Quijote. Ya nada será lo mismo en la narrativa del planeta, ya nada será más original, más tragicómico. Aunque el país se olvide de Alonso Quijano hasta el siglo XIX, pues durante el XVIII se hace otra literatura, una suerte de reforma clasicista, con autores como Leandro Fernández de Moratín, el rey de los teatros de esa centuria cuya La comedia nueva o el café es un ejemplo de sátira contra la moral de aquella sociedad.
Crece la tensión entre el artista y su entorno: el romántico se mostrará descontento en un ambiente de realismo exacerbado. Su palabra es crítica, y qué mejor que el costumbrismo para mezclar reflexión y literatura. Por supuesto, el más grande en ello es Mariano José de Larra –Don Juan Tenorio (1844), de José Zorrilla, sería la plasmación del conflicto entre lo romántico y lo tradicional llevado al teatro–, muerto prematuramente, igual que José de Espronceda, autor de un byroniano y fáustico Diablo Mundo que influirá en Gustavo Adolfo Bécquer. También fallecido de forma temprana, en 1870, sus Rimas quedarán sin ordenar, y otros se harán cargo de ellas. Y así, los demás las leemos hoy a su lado, en esa máquina temporal que es la Literatura.