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Hace cinco septiembres, el diario La Razón me envió dos primeros planos de dos mujeres con su casa detrás: uno era de 1936, en Alabama; el otro, el de una víctima del huracán Katrina. Las fotos se publicaron una al lado de la otra con este texto mío.
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EL MISMO VAIVÉN DEL TIEMPO
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La muerte pasa pero el fondo es el mismo. El siguiente, por favor. Para la muerte, siga la flecha, justo al girar las próximas manzanas de casas de madera. Yo aún no quiero morir, parece decir esa mujer asexuada, blanquecina, tal vez hoy ya muerta, que posa de frente, que mira a los ojos de alguien que pretende conservarla en un papel. La otra responde, viva: yo ya he muerto. El cazador de imágenes, impertérrito, encuadra el momento, alarga la mano para consolar la soledad que se adivina en el ser humano de Alabama, se extrae del bolsillo un pañuelo y lo deja instantáneamente en el aire, sin que llegue a la mano libre de la anciana de Nueva Orleans que se tapa media cara, mostrando la mitad de su sufrimiento.
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Hay lágrimas en ambas fotografías: en la boca contenida de la mujer que no llora y en sus secos ojos hundidos; hay gotas invisibles que bajan por el recorrido zigzagueante de los surcos de las arrugas en la mujer de ayer. Parientes lejanos, que heredaron la vieja hacienda familiar, la misma persona transformada por la virtuosa cirugía del reloj y el calendario, individuos distintos que han pisado el mismo suelo y a las que dos fotógrafos distintos han encontrado en dos segundos distintos de la historia del mundo. En dos mundos, también, distintos entre sí.
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A la primera, la muerte se le dibuja en las mejillas alteradas, en el cansancio de los hombros abrumados, en el gastado vestido que una vez lejana fue bonito, que una noche reclamó la mirada masculina: el campo es duro, la vida en la granja empieza temprano, y el viento, el frío, el calor, la lluvia, y allá el río para ahogarse, y llegará puntual el sermón de la iglesia, y las armas de fuego, tentadoras, reclamarán sangre. Todo es un laberinto de repeticiones, de días cíclicos que son el mismo día.
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La segunda mujer está viva de muerte, perdida en el único sitio que conoce; no encuentra el modo de dirigir la mirada porque le incomoda el que tiene enfrente, el visitante informativo de la decadencia, el cazador de desolaciones. El mundo verá mañana su rostro inclinado levemente; se diría que está a punto de balancearse en una mecedora, en su querido porche donde se ha sentado a diario a ver el ruido de la calle, a escuchar el movimiento de la gente. Pero sigue de pie, aguardando a que el intruso se vaya la deja esperando su turno.
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Hay carteles por todas partes. Es por ahí: a la muerte, a la muerte, a la muerte, se lee en letras de neón, de cabaret, de fiesta. Y de repente, las dos parecen decir algo: la mujer de Alabama se está mordiendo los pensamientos, no se atreve a pronunciarse, y por eso su mirada entre agotada y enfurecida y áspera; la mujer de Nueva Orleans murmura algo ininteligible, avergonzada por el impudor de la angustia, y por eso su vista clavada en la tierra: las dos están contaminadas de inmortalidad, y lo saben: pero sólo en el papel. En la vida-muerte permanecen delante de este paredón de tablas de madera. ¿Preparados?, apunten, ¡fuego, fuego, fuego! La brisa sopla en las dos fotografías, aviva la llama de la languidez, seca las lágrimas. En ambas hay dos tipos de silencio: en 1936 no se oían silbidos, pájaros, hombres a caballo: en 2005 no se oyen los crujidos de los que pisan cadáveres: banda sonora musical: el cuerpo: A la muerte, la muerte, muerte.