Con una curiosidad infinita, un hambre de experimentar las situaciones más peculiares y hasta peligrosas, una sed de vivencias y su correspondiente deseo de registrarlas mediante la escritura, nace este libro monumental de Rafael Argullol (Barcelona, 1949). Visión desde el fondo del mar es un dietario que recorre toda una vida, que avanza y retrocede en el recuerdo, que salta de lo meditativo a la descripción de una aventura. Son crónicas de viajes por América, Europa, África y Asia, y también memorias de infancia, interpretaciones de noticias y momentos personales. Un volumen que explica, justifica, recrea una parte del hombre en ininterrumpido movimiento y captación de lo circundante.
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No estamos, pues, ante el Argullol filósofo, experto en arte o erudito de otros libros, sino ante el individuo cuyas observaciones de lo exterior remiten a su pulso vital. El volumen –que se complementa con una página web magnífica con un mapa de los viajes, fotografías y vídeos del autor– es un camino que busca reflejar el mundo mientras se recorre y relata, aunque el escritor sea consciente de que la vida es un cúmulo explicativo, como señala al final. Y «sin embargo, no miento en absoluto si os digo que he escrito este autorretrato para liberarme en lo posible del peso de las explicaciones. Mi intención, ahora me doy cuenta, ha sido trasladar al lienzo, al libro, todos aquellos argumentos de lo que quiero librarme. Que el peso se quede allí, no conmigo. En el fondo del mar, como las llaves de la canción, no en mis bolsillos, no conmigo» (pág. 1.198).
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Esa visión es panorámica, interconectada: Argullol enlaza asuntos distantes en apariencia –por ejemplo, habla del singular trabajo de un investigador islandés, sobre el genoma de nuestros Adán y Eva, y lo une al asesinato que generó la Gran Guerra, y a su vez a la vida de sus padres– porque conoce el efecto dominó de la humanidad, el hecho de que todo suma, de que somos hijos del minuto anterior universal. El poeta mira el mundo, la historia del presente y su historia personal, y se despoja de todo ello mientras anota sus viajes y analiza conceptos, mitos, hábitos con un tono de densa vitalidad.
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En ese recorrido se va encontrando siempre con el otro, el doble, «fragmentos del fantasma con los que inopinadamente me tropiezo día a día» (pág. 105), y todo cobra vigor e interés a medida que el libro avanza: cierta solemnidad del comienzo sobre diferentes asuntos se difumina para pasar a páginas llenas de narraciones ágiles y atractivas. Entre todas, la mejor a mi juicio es «La noche de Otulum», en la que a bordo de una avioneta raquítica comandada por un aviador borracho, Argullol llegó a unas pirámides mexicanas para luego pasar una noche ebria y suicida. Bien hará el lector en subirse a esa nave y otear tantos y tan arriesgados horizontes.
Publicado en La Razón, 16-IX-2010