jueves, 4 de noviembre de 2010

Chateaubriand: instinto de muerte


Con motivo de estas tres novelas cortas de Chateaubriand, prologadas de forma elocuente por Manuel Gregorio González para la editorial Paréntesis, rescato la crítica que publiqué en La Razón sobre las Memorias de ultratumba (Acantilado, 2004). Texto que luego acabé incluyendo en Desarticulación.
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Un profesor llamado David Zimmer, que ha perdido a su familia en un accidente aéreo y vive aislado del mundo, recibe un día la carta de un viejo amigo. En ella, se le sugiere que traduzca una obra apenas publicada en Estados Unidos, las Mémoires d’autre-tombe de Chateaubriand. El encargo prospera pese a esa existencia desconsolada, y Zimmer –en realidad, Paul Auster en El libro de las ilusiones– aporta en una página un resumen de la gestación de ese libro monumental más otro posible título, Memorias de un muerto, pues el literal le parece burdo e incluso difícil de entender. Y es que ambas cosas, la poca difusión de la obra y su nombre enigmático, habían permanecido ocultas durante un siglo y medio sin que casi nadie se atreviera a actualizarlas.
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De hecho, ni en Francia contaban con una edición a la altura de las circunstancias hasta hace pocos años, al ser «consideradas de común acuerdo por las posiciones extremistas como política y filosóficamente desdeñables», según el académico Marc Fumaroli, autor de la magnífica «Presentación», mientras que en España sólo disponíamos de la selección de textos que publicó esta primavera Alianza con traducción de J. Zamacois. Ahora bien, la formidable iniciativa de la editorial Acantilado, creando una edición modélica, preciosa, con el rigor al que nos tiene acostumbrados el traductor José Ramón Monreal, colma todas nuestras expectativas, instalando para siempre el libro en el lugar que le pertenece entre los clásicos universales.
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Resulta harto curioso que un manuscrito de tres mil quinientas páginas, fruto de treinta y cinco años de un trabajo iniciado el 4 de octubre de 1811 y que se publicó, de forma póstuma, en París en 1849 –sin hacer caso al deseo expreso del escritor acerca de que el texto viera la luz medio siglo después de su desaparición–, haya podido ser tan controvertido y, lo que es peor, apartado como ejemplo de un sinfín de alardes literarios. Al menos en lo que respecta a su estudio serio, pues las Memorias de ultratumba son una de esas exquisitas referencias propias del campo de las letras más o menos comparadas que, por sí mismas, no han generado análisis profundos; ni siquiera por parte de expertos como Mario Praz, que llama a Chateaubriand el «precursor del decadentismo» en otro estupendo volumen de Acantilado: La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (1999).
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Fue, precisamente, esa aura decadentista lo que maravillaría a Baudelaire, que elevó las Memorias en 1859 «a la categoría de lema programático de una nueva estética: la “modernité”». ¿Pero quién se acuerda en verdad del Chateaubriand memorialista cuando se repasa la evolución del prerromanticismo goetheano hacia el simbolismo y lo que se dio en llamar, en efecto, modernidad? Sólo se cita a su René como paso adelante en el arquetípico Werther, como reflejo de una desilusión vital más compleja, no sólo desde el sentimentalismo y la melancolía, sino del más puro taedium vitae, del pesimismo sentido por la aristocracia descendente napoleónica, por la insatisfacción irresoluble del individuo ante cualquier acontecimiento.
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Un hastío este que Chateaubriand experimenta desde la hora del complicado parto de su madre: «Apenas había vivido unas pocas horas, cuando ya la pesadumbre del tiempo estaba impresa en mi frente. ¿Por qué no me dejarían morir?», dice al comienzo; e irá insistiendo: «Tras la desgracia de nacer, no conozco otra mayor que la de dar a luz a un hombre»; «Nuestra vida entera transcurre dando vueltas a nuestra tumba». Y sin embargo, el instinto mortuorio del escritor no cobra la forma de lúgubres arrebatos; se viste de poesía gracias a su estilo elegante, sereno, majestuoso. Recurramos a Pla: «Llega un momento en que diríamos que la triste fugacidad de las cosas se produce para que Chateaubriand emplee en ella su pluma privilegiada».
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Así lo hace, ciertamente, ya en el sublime prefacio, mostrando su intención de «explicar mi inexplicable corazón», de escribir «un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos». El modelo de las Confesiones de Rousseau no le basta –como señala Fumaroli y luego Jean-Claude Berchet, autor del «Prólogo» y responsable de la edición gala de la obra– en cuanto entiende que el yo ha de unirse al transcurso de la Historia, dentro de «ese conflicto eterno e inevitable entre el ideal social o nacional y su plasmación concreta, demasiado humana y sombría», como afirma Stefan Zweig en El legado de Europa (de nuevo Acantilado, 2003).
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Por ello, el libro es a la vez un testimonio del tiempo inaugural de las revoluciones, de sus promesas y flaquezas. Por ello, por el relato del yo inserto en el cauce de hechos militares y políticos que cambiaron el destino de Europa, Zimmer no se equivocó al decir: «Ésta es la mejor autobiografía jamás escrita».