lunes, 27 de diciembre de 2010

Apuntes en la Biblioteca Nacional

Hay estos días en la planta sótano de la Biblioteca Nacional una pequeña y necesaria exposición. Se presentan los artilugios con los que cientos de años atrás se fabricaban libros, y ejemplos de libros incunables (término del siglo XVII, del latín incunabula, 'en la cuna', leo). Así se les llamaba a los libros impresos en el XV. Tenían forma de códice, y se hacían tiradas de 400 o 500 ejemplares. Como el Sinodal de Aguilafuente (1472), que presenta las características habituales en este tipo de volúmenes: letra gótica y ausencia de portada.
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A unos pasos, encuentro una joya: un facsímil ('perfecta imitación') de la edición paleográfica, por Ramón Menéndez Pidal, del Poema de Mio Cid. Su versión acabó en la colección Austral, la misma que usé para preparar mi ensayo sobre el Cid que publiqué en El Extramundi hace mucho tiempo y que terminó en mi libro de ensayos poéticos Experiencia y memoria.
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Sigo caminando, y leo en un cartel que durante la Edad Media, en monasterios y abadías, se crearon los scriptoria, talleres para la confección de libros a cargo de monjes de los que hay un par de ejemplos. Qué trabajo aquél, de una artesanía y rutina que hoy se nos hace difícil de calibrar. Pero hay más tesoros: un Quijote, una primera edición de La Regenta, un Rubén Darío, periódicos del siglo XIX...
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Abandono la oscuridad del sótano y salgo al sol dominical de Madrid. El pasado de los libros yace en el sótano de ese gran edificio, que dejo atrás, y otro libro intangible, palpitante, el que escribo observando a las gentes, se redacta y se borra en la mente como huellas en la playa.