lunes, 10 de enero de 2011

Entrevista a Ramón Andrés


EL SILENCIO COMO LENGUAJE


Con No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (editorial Acantilado), el escritor y musicólogo Ramón Andrés (Pamplona, 1955) se ha internado en el misterioso campo del silencio con su habitual prosa, exquisita y pedagógica. Experto en la obra de Bach y Mozart, autor de un Diccionario de instrumentos musicales y de un libro canónico para el interesado en la muerte voluntaria, Historia del suicidio en Occidente, Andrés ha curioseado en textos de religiosos del Renacimiento español que tienen como centro la idea del silencio. De tal modo que ahora ofrece meditaciones de veinte autores –Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, Luis de León, etc.– precedidas de un recorrido del simbolismo del silencio en la historia. Un ensayo oportuno en esta sociedad moderna llena de prisas y ruidos.

El refranero popular alude al beneficio de escuchar antes que hablar. ¿Es un pensamiento tan antiguo como el hombre?
Siempre la mesura ha sido una muestra de sabiduría; en el hablar también. Teniendo en cuenta la complejidad de las relaciones humanas, ser prudente, escuchar, calibrar lo que se dice, no juzgar, hablar poco, ayudan a la buena concordia.
¿Estar en silencio es una manera de hablar?
Por supuesto. El silencio es también un lenguaje: tiene intensidad, duración, intención, contenido. Duda, niega y afirma, o al contrario.
A lo largo de sus investigaciones, ¿cuál es la época más remota en la que ha encontrado alguna alusión a las virtudes del silencio?
En el antiguo Egipto el silencio ya era algo muy apreciado y respetado. Se consideraba necesario para el conocimiento del ultramundo. Tenían unos recintos destinados al retiro donde los sabios pasaban los días en silencio, meditaban. La espiritualidad, desde sus primeras expresiones, ha contemplado el silencio como condición inherente para su aspiración metafísica: el silencio deja oír aquello interior que los ojos no pueden ver. Confucio decía que era necesaria «una percepción silenciosa de las cosas». Esto es fundamental para darse cuenta de que el silencio es, más que un no-ruido, es una actitud mental.
¿Por qué el silencio como simple objeto ha perdido prestigio?
Es singular y revelador que un hecho tan necesario para la reflexión como es el silencio, el dejar todo en reposo para que se ordene nuestro interior, no tenga hoy un lugar. El mal llamado progreso, unido a un ideario de producción sin límites, a un estado de crispación y consumo sin tregua, es sumamente ruidoso. Las ciudades sitiadas por los colapsos y asaltadas por los precios impuestos por la barbarie, el fragor de unas máquinas que no se sabe para qué producen, el ir y venir de mercancías, la empobrecedora sobreabundancia, forman un mundo tan irracional como laberíntico. El silencio, como no se considera «productivo», no tiene cabida en esta organización de la desmesura y el estrépito.
¿Dime cómo callas y te diré cómo eres? ¿De qué manera el silencio de las personas refleja su mundo interior o visión de las cosas?
El silencio es una valiosa vía de introspección. Lo que es alboroto, exceso de lenguaje, no deja ver con claridad lo que es interior. Con el ruido, la conciencia apenas si puede intuirse. Hablamos de personas silenciosas, y, sin saber la causa, nos serenan, nos hacen bien. ¿No es así?
¿Por qué tradicionalmente se decía que «el silencio es la puerta de entrada de la sabiduría»?
Porque sin un previo orden, sin silenciarnos a nosotros mismos, no podemos pensar certeramente.
En su libro, habla de unos curiosos personajes, los «acusmáticos». ¿Podría explicar cuál era su comportamiento?
Pitágoras, en su comunidad, en la que se enseñaba música y filosofía, matemática y medicina, admitía a unos aspirantes que durante cinco años no podían hablar, sino únicamente escuchar y aprender. Esos, los que escuchaban, eran los acusmáticos, entregados, como su nombre indica, a la escucha. En aquella comunidad no se comía carne, ni tampoco ciertas semillas; no estaban permitidos los sacrificios cruentos; sólo se podía vestir con ropas de lino, y las relaciones sexuales eran restringidas a ciertas celebraciones y días señalados.
Cada religión ha reflexionado sobre el silencio. ¿Hay diferencias entre el catolicismo, el budismo o el islamismo, por ejemplo, al respecto, o guardan una perspectiva común?
Existen diferencias, pero en esencia su función es la misma: permitir «oír el mundo» con nitidez, el mundo interior y el exterior. Aunque un sufí acuda a un método distinto de un taoísta, y un cartujo practique usos ajenos a los de un lama tibetano, la finalidad es similar. Sin embargo, hay que decir algo importante al respecto: un laico, un no creyente, tienen esa misma necesidad de silencio, porque el silencio es ante todo conocimiento. El silencio nunca nos deja en el mismo lugar en que lo empezamos.
Su libro se centra en textos de místicos españoles de los siglos XVI y XVII. ¿Por qué esa época es fructífera en meditaciones sobre el silencio?
En la Europa de aquel tiempo, sometida a muchas tribulaciones, a mucha violencia, enfermedades y hambre, la espiritualidad tuvo en el silencio un medio de superación. Esta actitud fue muy cultivada en el mundo protestante, tanto como lo había sido entre los sufíes que tan frecuentes eran en Al-Andalus. Sin duda dejaron una gran tradición en España, así se explica la religiosidad de una figura tan capital como la de san Juan de la Cruz. Por eso la Iglesia tuvo tantos reparos y recelos hacia aquellos místicos «desasidos» y «quietos», que no encajaban dentro de las jerarquías eclesiásticas.
¿De la lectura de estos clásicos podemos extraer ideas que iluminen nuestro presente ruidoso y nos hagan plantearnos la necesidad de silencio?
No tengo duda. Ellos plantearon lo que muchos filósofos especularon siglos después: poner en entredicho el sentido del «individuo», el enfermizo aferrarse al ego, la disolución del Yo como liberación, abandonar el personaje que el sistema ayuda a crear, seguro de sí mismo, práctico, insaciable, neurótico, calculador, temeroso del anonimato, acumulador.

Publicado en la revista El Ciervo, enero 2011