Tras dos obras que tuvieron mucho de experimento –el juego metaliterario Viajes por el scriptorium y una fantasía de anticipación bélica, Un hombre en la oscuridad, ambas tan originales como tediosas–, Paul Auster vuelve a la senda de los grandes argumentos enrevesados que tan magistralmente presenta, desarrolla y resuelve. Dicha senda no conecta con las dos novelas previas a las citadas, La noche del oráculo y Brooklyn Follies, trabajos entretenidos donde el autor abusaba del recurso del «cuaderno» escrito por el protagonista que tantas veces ha empleado, así como del sinfín de casualidades necesarias que rozaban la superficialidad narrativa en pos de urdir bien una trama en vez de levantar un mundo novelesco firme y rico de matices. Más bien hay que retrotraerse a El libro de las ilusiones (2002), al fin, a la hora de apreciar Invisible, título tan atrayente como poco significativo a tenor de su contenido, para calibrar la dimensión de su calidad, ahondamiento, garra.
Esa invisibilidad la tendrá que intuir y completar el lector al seguir las huellas de Adam Walker, el universitario al que un encuentro fortuito, en 1967, va a marcar el resto de la vida, incluso post mortem. Conoce entonces a un dandi francés, vehemente y contradictorio, Bertran de Born, quien ejerce como profesor de política en Nueva York. Y ese es precisamente el peor momento de la novela a mi juicio: las primeras páginas, pues allí surge el Auster cineasta-guionista al componer una escena basada en un diálogo harto inverosímil a raíz de un personaje de la Comedia de Dante. Todo demasiado forzado y perfecto para dar consistencia a una relación necesitada de ciertas exageraciones, con el objetivo de que el argumento crezca a raíz de una idea caprichosa de la compañera de Bertran, la sensual Margot. Luego, mucho erotismo, y la sensación de que el autor vuelve a emplear el sexo de forma tan desinhibida como arbitraria, por lo que siguen nuestros recelos al recordar sus últimas novelas publicadas.
Sin embargo, poco a poco, cual benéfica caja de Pandora, el artefacto narrativo llamado Invisible se abre para mostrar sus tesoros: una estructura en cuatro partes que combina diferentes puntos de vista narrativos, perdiéndose la linealidad del relato para llevarnos a la sorpresa, la ambigüedad, la tensión, y absolutamente todo cobra sentido y presencia, y el devenir de pequeñas historias se convierten en una masa compacta: un asesinato, un incesto, un viaje a París para perpetrar una venganza, la ciudad de San Francisco ya en la época en que aparece del pasado un escritor que compondrá el tablero roto que hereda de aquel 1967, el año tan lejano en la memoria pero terriblemente presente por todas sus consecuencias, la época de la guerra del Vietnam, de la explosión de libertades juveniles, del inminente Mayo del 68 al otro lado del océano... Y al fondo, el amor y el deseo, el crimen con particular castigo, la doble vida de un personaje espía y al final loco y aislado, la duda de si lo que va a escribir Adam para revisar su existencia es mentira o verdad a ojos de su propia hermana, el ansia de poesía y cine, el final abierto, desolador, que recolecta lo diseminado y hace que lo vivido haya sido una gran aventura inútil.
Nunca Auster había llevado tan lejos la biografía de un personaje, ni inventado un malvado tan interesante, ni jugado con tanta perspicacia con las posibilidades del relato dentro del relato. La senda ha sido reemprendida y, acaso, con mayor brillantez, oficio y genialidad.
Publicado en Letra Internacional, núm. 110, primavera 2011