martes, 28 de junio de 2011

La mirada hembra de Maupassant



Decía el «Decálogo del perfecto cuentista» de Horacio Quiroga en su punto uno: «Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov– como en Dios mismo». Y así ha sido en la historia de la literatura moderna para muchos escritores de todos los rincones del planeta, porque Guy de Maupassant (1850-1893) ha sido y sigue siendo una referencia máxima en el género del relato corto; no en vano, concibió muchas de las mejores historias cortas que se han escrito en el último siglo y medio. Su corta vida fue inversamente proporcional a su ingente producción, y los temas que trató, innumerables.

De ahí que su obra dé para realizar multitud de antologías en segúnel asunto que trate: cuentos de terror, de misterio, libertinos, de guerra, etc. Así, Mauro Armiño (1944) propone ahora la suya: un volumen de ochocientas páginas con un nexo común: las mujeres como protagonistas. El traductor, tras su extraordinaria entrega a obras magnas como A la busca del tiempo perdido, de Proust o Historia de mi vida, de Casanova, ha seleccionado setenta y tres cuentos bajo el título Todas las mujeres, el cual, por cierto, coincide con la cómica novela publicada por José María Conget en 1989.

En esa obra, el autor zaragozano se enfrentaba a la disección de parejas y amantes femeninas mediante siete sesiones de cine, lo que le llevaba a radiografiar la España del tardofranquismo y la Transición. Maupassant, cien años antes, en el apogeo de la corriente naturalista en Francia y el resto de Europa, hace lo propio con las herramientas de la época: el lenguaje y estilo de corte realista, la preponderancia de la actualidad sociopolítica y, en definitiva, la captación de una red de situaciones donde las diferencias entre clases sociales son notorias, y la función e importancia de la figura femenina, aún restringidas, están dando un paso adelante en pos de una mayor independencia y de unos derechos más justos.

Es lo que ejemplifica esta antología, cuyos cuentos el propio traductor sugiere unir a partir del amor, el adulterio, los celos, la maternidad, el incesto, el infanticidio, el libertinaje, el matrimonio, la prostitución, el sadismo-violencia, la violación… Maupassant, próximo a las dotes de observación del que fue su amigo, Gustave Flaubert, en la misma época en que Zola se esfuerza por llevar a la literatura el modus vivendi de la sociedad parisina, como había hecho Balzac con La comedia humana, rebusca entre periódicos y abre los oídos a lo que ocurre alrededor. Esa atención, mas su increíble talento para convertir cualquier acontecimiento en un texto literario, le conducirá a una obra en el que la presencia femenina es preponderante: «Aparece en todas sus variantes, en todos sus estados sociales, en todas sus situaciones emocionales, desde las cursis baronesitas recién casadas y ya aburridas hasta las que encarnan a la clase media y sus prejuicios, a la clase humilde y sus miserias», dice Armiño.

El catálogo de mujeres representadas es impresionante, desde la primera en aparecer, Bola de sebo, la prostituta que da título al célebre cuento y que significó para Maupassant un éxito repentino: su andadura literaria no podía empezar mejor, si bien antes había publicado algún escrito bajo seudónimo (en 1875 sale a la luz su primer relato, «La mano disecada»), cuando estaba empleado en el Ministerio de la Marina y Colonias (y luego, gracias a la intervención de Flaubert, en el de Instrucción Pública) y colaboraba en varios periódicos, pues también se convertiría en un cronista prolífico en la prensa política y artística. En 1879, se le había llevado a juicio por ultraje a la moral pública a causa de uno de sus poemas, caso que el juez decide anular, y es después de «Bola de Sebo» cuando intentará ganarse la vida sólo con su escritura.

Lo logrará ampliamente. Y, mientras, su misoginia no es óbice para tener tres hijos con una aguadora de una estación termal con la que no comparte techo. Maupassant solamente tiene tiempo y energías para su obra, pero también para disfrutar del dinero que obtiene por ello: se compra un barco de recreo, viaja por Italia, se establece en la Costa Azul, va en globo a Bélgica, visita el norte de África… Todo ello dará pie a crónicas de viajes, a multitud de cuentos. Porque Maupassant publica, publica, publica. Es, en cierta medida, su forma de responder a una salud quebradiza que lo llevará a la tumba pronto. Ya en 1877 se jactaba, en carta a un amigo, de haber contraído la sífilis, y en 1880 había padecido parálisis en un ojo y problemas cardiacos. Ni el éter, ni el hachís ni la morfina le curarán una serie de dolencias que se irán agudizando.

De hecho, las jaquecas, las depresiones, todo un desmoronamiento físico brutal lo convierten en un ser fantasmal, casi un personaje sacado de uno de sus relatos fantásticos. A comienzos de 1892 intenta suicidarse con una pistola y se hiere con un cuchillo en el cuello. La sífilis con la que bromeaba de joven le pasa factura, llevándole al delirio y a una parálisis general, y matándolo el 6 de julio de 1893, en una clínica en la que llevaba dieciocho meses ingresado. Semejante vida de ascensión y caída, vertiginosa, tiene, como aspecto constante, un rasgo que sería contradictorio tal vez con tantos cuentos con protagonistas femeninas: una atroz misoginia, propia del autor y también procedente del ambiente de la época, pues, como aclara Armiño: «La misoginia maupassantiana deriva de una visión del mundo que marcó a buena parte de los artistas de la generación finisecular».

Y sin embargo, «Maupassant recolecta amante tras amante sin hacer distingos sobre su inteligencia o estado social. Algunas dejarán cierta huella en personajes de sus novelas». Es el caso de una baronesa y una condesa, por ejemplo, ya que el escritor se movió en los entornos más exclusivos de la sociedad. Aunque al fin fuera la mencionada aguadora, Joséphine, la que le daría descendencia, la cual no podrá beneficiarse de la herencia paterna, dado que la madre de Maupassant hizo lo indecible para cortar todo trato tras la muerte de su hijo.

Y no obstante, qué sensibilidad la de Maupassant para interpretar los desvelos, carencias, anhelos y sufrimientos de las mujeres. El lector podrá comprobarlo a lo largo de este tomo fascinante. Pero quizá se podría mencionar un título que rebela lo que consiguió literaturizar el autor: «Confesiones de una mujer» (1882). En él, una vieja dama responde a la petición de un amigo, que le anima a evocar sus recuerdos más vivos. Ella había sido muy hermosa: «Puedo decirlo hoy que ya no queda nada. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido la muerte a una vida sin ternura, sin un pensamiento siempre unido a mí» El cuento trata de un asesinato, de una infidelidad, pues la mujer en Maupassant cautiva desde su lado oscuro. Pero es esa inclinación por representar la parte femenina más perversa lo que llevó a Maupassant a hacer de la mujer, con Madame Bovary muy cerca, un personaje poliédrico, complejo, vivo y, aún hoy, real.

Publicado en La Razón, 28-VI-2011