domingo, 12 de junio de 2011

La pater/maternidad como ficción legal

Foto: homenaje a los niños no nacidos, casa de Papá Noel, Islandia


Que los adultos se descuarticen, se mientan y traicionen, que se maten e impidan las resurrecciones, que insistan en cultivar el desprecio, la estupidez y el enfrentamiento. Que les ocurra lo peor si con ello se salvaguarda la integridad de los niños. Lo único sagrado de este mundo son ellos. Mi ascendente cobardía frente a la bofetada de la información diaria se registra en minúsculos comportamientos que buscan negar la verdad: los medios dan noticias de muertes infames, hambrunas y violaciones físicas o laborales sufridas por chiquillos. Aparto la vista, cambio de canal, sintonizo otra emisora. De esa ignominia universal se puede escapar mirando hacia otro lado. Pero de las pequeñas ruindades no lo hago: digno de mi inútil profesión como observador de las "enormes minucias", que diría Chesterton, convertidas en palabra escrita, camino y observo, escucho y apunto.

Hace un par de días, paso al lado de un tipo que, inclinado para abrochar el cinturón del cochecito de su hijo, no es capaz de quitarse el cigarro de la boca, que apunta directamente a los ojos y la nariz de la criatura a menos de diez centímetros. Cruzo de acera, y una señora increpa a un ser de menos de tres años para que camine más deprisa: lo hace con tal alteración y exigencia que el apremio cobra la imagen de una agresividad desmedida; al imbécil del cigarrillo, a la desgraciada que grita al pequeño cuyos pasitos no dan para más en ese día de fuerte lluvia, qué les podría decir sino manifestarles mi más honda repulsión… Enseguida entro en una cafetería y, mientras desayuno a la vez que leo un jugoso libro y tomo notas, veo entrar a un grupo de madres que acaban de dejar a sus hijos en la escuela y van a tomar un café también junto con un padre. Este, elevando la voz de una forma desvergonzada, y ante la aprobación general, dice que “a veces es mejor trabajar que estar con los niños”. Y entonces pienso en toda esa gentuza que tiene descendencia sin vocación, sin felicidad, sin moral, que proyecta sus frustraciones y amarguras y hartazgos en los más vulnerables, y me dan un asco indescriptible, tanto esos hombres que no consagran todo su tiempo disponible a alegrar a sus hijos como esas mujeres que se sienten realizadas presumiendo de su esnob estrés originado por combinar trabajo, maternidad y hogar, dándose importancia mediante esa autoexcusa para no afrontar lo más importante: educar a aquel que engendraron.

No levanto la cabeza de mi libro, pero me mantengo a la escucha, y luego vendrá a rescatarme el recuerdo de la foto que prefiero de Joyce, la que aparece sentado en mitad del campo, mirando hacia abajo también, con un parche en el ojo izquierdo, con los codos apoyados en las rodillas, con una flor en el ojal; foto que acompañaba una cita misteriosa, infinita: “Amor matris, genitivo, sustantivo y objetivo, puede ser la única cosa verdadera de la vida. La paternidad puede ser una ficción legal”. Lástima que, a diario, en las calles y edificios públicos, y seguro en la íntima impunidad de las casas particulares, se produzcan tantas ficciones de malvados de pacotilla que no saben que tienen ante sí la única cosa verdadera que cabe proteger y amar.